Editorial: Exclusión estudiantil

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El valor de la educación para la población no es tema de discusión en Costa Rica. Desde que somos república –1848– el discurso y la práctica han promovido y respaldado un sector educativo fuerte, moderno y capaz de dotar al país de capital humano: una población sana, motivada y capaz de crear el valor productivo y social necesario para alcanzar los niveles de riqueza, progreso social y sostenibilidad a que aspiramos.

Sin embargo, como tantas cosas en este país ingobernable, inconsistente y clientelista, el sector educativo se ha rezagado en relación con nuestro potencial productivo, nuestro nivel de progreso social y frente al potencial verdadero de nuestra imagen y realidad como nación.

Hay varios factores que inciden en esto: la calidad variable del sistema educativo, la inequidad de oportunidades en el sistema para jóvenes de diversos estratos y geografías, la inercia enorme para implementar cambios en el modelo educativo, la capacidad, formación y resistencia al cambio de los maestros, y la calidad de la infraestructura educativa y su conectividad.

Uno de los parámetros del éxito o fracaso del sistema educativo es la tasa de exclusión. Otro es el grado final de escolaridad que alcanza cada estudiante. Y la diferencia en el resultado de estos indicadores no es trivial.

De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos, tomados de la Encuesta Nacional de Hogares de 2014, quienes tienen solo 6 años de escolaridad tienen 8 veces más probabilidades de estar desempleados que quienes completan el noveno año y más de 20 veces más probabilidades que quienes tienen educación universitaria. El ingreso per cápita de quienes solo tienen 6 años de escolaridad es un décimo de quienes completan el noveno año y menos de un 5% de quienes tienen educación universitaria.

Los momentos cruciales de la exclusión tienden a ser el inicio de la secundaria y el inicio del cuarto ciclo, cuando el estudiante o su familia creen que ya puede defenderse solo en la comunidad, empleado o no; cuando el ingreso marginal que es capaz de generar hoy no parece que será compensado en el futuro, y si la forma como se le enseña y lo que se le enseña no conduce de manera clara a una mejor oportunidad de empleo, y si el esfuerzo logístico –transporte, alimentación, uniformes, útiles, etcétera– no parece que será compensado con mejores oportunidades.

Para un joven rural o urbano-marginal, muchas veces parece tener más sentido aferrarse a un empleo de baja productividad y paga, de subsistencia, que seguir invirtiendo tiempo y recursos en un proceso que no le compensa con claridad los factores de su decisión.

Así, no nos debe sorprender que exista un alto número de “ninis” (ni estudian ni trabajan) y que la tasa de exclusión educativa haya dejado de bajar, pues los factores de exclusión están en riesgo: nuestra economía se ha desacelerado y familias vulnerables a la exclusión estudiantil se han visto afectadas en sus recursos y oportunidades por factores contextuales –como la sequía en Guanacaste– y por menor inversión estatal y privada en general.

Esto hay que revertirlo. Y hay algunas señales de progreso.

Ya se están empezando a ver los frutos del fideicomiso creado para la construcción de colegios técnico-profesionales en el país, que debiera impulsar un modelo educativo mejor conectado con las oportunidades de empleo en el futuro. El despliegue de programas con base en el Índice Multidimensional de Pobreza debiera llevar recursos críticos a las familias más vulnerables a la exclusión estudiantil para cambiar su marco de análisis y costos de oportunidad.

Ahora debemos terminar la reforma de nuestro modelo educativo, crear un ambiente propicio para la inversión, reactivar nuestra capacidad de crecer y generar muchos nuevos empleos, cada uno más exigente en términos de capacidades y destrezas de la fuerza laboral, para así motivar a nuestra juventud a permanecer y avanzar en el sistema educativo hasta desarrollar las capacidades que le permitan alcanzar su pleno potencial.