Editorial: Grande y desarticulado

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Según un reportaje de este semanario, publicado en nuestra edición anterior (número 996, 2-8 de noviembre del 2014), la administración pública costarricense ya colecciona al menos 82 órganos desconcentrados.

Recordemos que la administración pública está conformada por el Estado y demás entes públicos. A su vez, esa administración puede ser centralizada (ministerios) y descentralizada, ya sea por la materia (instituciones autónomas) o por el territorio (municipalidades). Tanto el Estado como los entes descentralizados tienen personalidad jurídica y un presupuesto propios.

Los órganos desconcentrados, por su parte, no tienen una personalidad jurídica independiente ni un presupuesto propio, sino que se encuentran adscritos a un ministerio o, según se ha acostumbrado recientemente, a un ente descentralizado. Lo que caracteriza a estos órganos desconcentrados es que cuentan con una relativa autonomía, que puede ser máxima o mínima, según haya determinado la normativa aplicable.

Así, los órganos con desconcentración mínima no se encuentran subordinados al jerarca y el superior no puede avocar su competencia ni sustituir ni revisar la conducta del inferior. Si la desconcentración es máxima, el inferior tampoco estará sujeto a las órdenes, instrucciones o circulares que emita el superior.

Además, los órganos desconcentrados, en general, son órganos colegiados, en donde muchas veces se encuentran representados sectores y grupos de interés que se ven afectados por las decisiones que esos órganos toman.

Todo esto es importante para poder entender a cabalidad la dimensión del problema de su proliferación, que va más allá del exagerado tamaño del aparato estatal. La lógica detrás de esta figura, al igual que en el caso de las instituciones autónomas, es la de atenuar la influencia política en la toma de decisiones de órganos que suponen cierta especialización, de manera que prevalezcan los criterios técnicos. Este es el caso, por ejemplo, del Registro Nacional, el Tribunal Fiscal Administrativo o la Procuraduría General de la República.

Sin embargo, la realidad nos ha llevado al otro extremo: contamos hoy con funcionarios y directivos que se sienten “repúblicas independientes” y con capacidad de decidir a su antojo sin considerar la responsabilidad y el mandato político que reciben quienes han sido electos popularmente.

Esto se ve agravado por el uso inadecuado e incluso inexistente de la potestad de dirección que contempla la Ley General de Administración Pública para que el Poder Ejecutivo imponga metas precisas así como los medios que habrá de emplear el tutelado para realizarlas.

De esta manera se han venido fortaleciendo ciertos feudos que, pese a su evidente inoperancia, problemas de conflictos de interés y hasta algunas instancias de corrupción, continúan impidiendo que se cumpla con el deber de gobernar oportuna y eficazmente, abonando con ello el desencanto ciudadano con el sistema democrático. Esto lo han sufrido ya muchos gobiernos anteriores y este no será la excepción. Por ello resulta imperiosa una revisión de esta dispersión institucional y, quizás, devolverle a los jerarcas la posibilidad de cumplir con lo que indefectiblemente tendrán que rendir cuentas al final de su período.

Esta es una tarea a la que el Área de Modernización del Estado del Ministerio de Planificación debería ponerle más atención que la que revelan las declaraciones dadas a este medio.