Editorial: Pongámonos serios

La iniciativa gubernamental recae excesivamente en nuevas cargas tributarias que tendrían, una vez más, un impacto negativo sobre las posibilidades de reactivación económica

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La situación económica del país venía mal antes de la pandemia, gracias al desastre fiscal que nos heredó la anterior administración presidencial. Es cierto que en diciembre del 2018 se había logrado promulgar la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas (Ley 9635) y que a mediados del año siguiente el impuesto sobre el valor agregado (IVA) había entrado en vigencia y empezaba a generar nuevos ingresos, pero el crecimiento seguía siendo muy débil, el desempleo rampante y la reactivación no se vislumbraba. Esto ocurría mientras el proyecto de Ley de Empleo Público permanecía inactivo en la Asamblea Legislativa y los resultados de la llamada “regla fiscal” para la contención del gasto público estaban todavía por verse ante la resistencia de muchas instituciones que, increíblemente, se negaban a cumplir la ley (Poder Judicial, Caja Costarricense del Seguro Social, municipalidades, universidades estatales).

Además, la prometida reforma estatal, que acompañó el discurso oficial para convencernos de los nuevos impuestos, había quedado en el olvido.

Los efectos económicos de la pandemia vinieron a agravar la situación: el déficit fiscal llegará a niveles alarmantes, el endeudamiento será ahora muy elevado y el desempleo no para de incrementarse. Estamos ante una crisis de inmensas proporciones que nos obliga a negociar con urgencia un préstamo de “Servicio Ampliado” con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y a tomar decisiones drásticas para evitar que la situación se nos salga de las manos y nos golpee todavía más severamente, particularmente a los sectores más desfavorecidos. No negociar con el FMI sería muy peligroso; pero la propuesta anunciada por el gobierno la semana anterior es desequilibrada, engañosa y tímida, y debe ser revisada a profundidad.

En efecto, la iniciativa gubernamental recae excesivamente en nuevas cargas tributarias que tendrían, una vez más, un impacto negativo sobre las posibilidades de reactivación económica; en cuanto al gasto público, repite lo que ya se había acordado con el paquete de impuestos anterior (aprobar el proyecto de Empleo Público y aplicar la “regla fiscal”); propone vender un par de activos de poca monta; y, lo más grave, ignora por completo las muy necesitadas reformas estructurales. En suma, la propuesta se concentra en tratar de mejorar los ingresos sin atender el problema de fondo: un Estado muy grande, gastón e inefectivo, que absorbe la casi totalidad de sus recursos en pagar planillas y pensiones, hacer transferencias y pagar intereses de una enorme deuda, que limita las posibilidades de crecimiento y de generación de empleo por parte del sector privado.

No es de extrañar, entonces, la reacción tan fuerte y generalizada de la ciudadanía en contra de las medidas presentadas por el Ejecutivo. El país no está dispuesto a aceptar nuevos tributos si el gobierno no demuestra un compromiso firme, tangible y medible con reformas que mejoren sustancialmente la calidad del gasto, eliminen el desperdicio de recursos, y recompongan un Estado atrofiado para que sirva con eficiencia a quienes lo mantienen. La responsabilidad, hoy, estriba no solo en reconocer la necesidad de recursos frescos, sino también —y primordialmente— en exigir esos cambios, cambios que debieron haberse impulsado desde hace muchos gobiernos con cada una de los proyectos tributarios que se buscaron.

Este —y varios gobiernos anteriores, incluyendo el de Abel Pacheco, Oscar Arias y Laura Chinchilla, para no irnos más atrás— pretendieron sanear las finanzas públicas a partir únicamente de nuevos impuestos, sin atreverse a realizar esas reformas o prometiéndolas para después, ante el temor que ocasionan las reacciones de los gremios del sector público. Se equivocan quienes creen que ese podía seguir siendo el camino, pues el beneficio de la duda se agotó. Así como la crisis de los ochenta fue aprovechada por el país para realizar transformaciones profundas que nos ayudaron a salir del hueco en que nos había dejado la administración Carazo Odio y a adaptarnos mejor a la realidad de entonces, debemos ahora proceder con la misma seriedad.

Hay mucho que se puede y se debe hacer. Las cuantiosas sumas invertidas en educación y ayudas sociales deben ser más efectivas y rendir resultados de calidad. Deben retomarse iniciativas como el proyecto CERRAR de Ottón Solis; instituciones obsoletas que no cumplen mayores propósitos y de muy bajo desempeño, como el Consejo Nacional de Producción, Refinadora Costarricense de Petróleo, la Compañía Nacional de Fuerza y Luz, Junta de Administración Portuaria y de Desarrollo Económico de la Vertiente Atlántica, Radiográfica Costarricense y el archipiélago de órganos en los sectores de vivienda, cultura y obras públicas y transportes, por citar algunos, deben clausurarse. Por su parte, la venta de activos para amortizar la deuda debe incluir entidades que generen mayores utilidades como podrían ser el BCR, el INS o el sector de telecomunicaciones del ICE. Debe abrirse el mercado de generación eléctrica e importación de petróleo y sus derivados.

En especial, debe adoptarse el rediseño de un Estado moderno y eficiente, que permita y promueva el crecimiento económico a partir del esfuerzo del sector privado, teniendo en cuenta que la generación de empleo, el incremento de la recaudación tributaria y la disminución de la deuda solo serán robustos y sostenibles si la economía vuelve a crecer como lo hizo en el pasado. El Presidente y su equipo deben, entonces, hacer la tarea y volver con un plan serio, integral y balanceado. La llamada oposición responsable debe exigírselo como condición sine qua non.