El lenguaje del amor

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"No hay amor, tan solo pruebas de él" -decía Cocteau-. Esas pruebas se manifiestan en la acción. Acción militante y comprometida. La acción es el único lenguaje inequívoco del amor. Lo demás, los ramos de rosas rojas, los bellos sonetos en versos alejandrinos, los corazoncitos del día de San Valentín... eso no prueba nada. Una pasajera y gratísima -quien lo duda- intoxicación: eso es todo.

Amar es intervenir, irrumpir si es necesario en el alma del ser amado, ser entrometido, hacer lo que sea necesario con tal de salvar. Para ser socorrista, el amor debe olvidarse del pudor y la etiqueta de las relaciones. Si un amigo está cayendo en la degradación y la auto-destrucción, el amor debe abrirse paso hasta su corazón y tocar a la puerta. Si esta no es abierta, derribarla. Llegar hasta el fondo, hurgar en cada recinto. A veces se puede salvar a un hombre que se ahoga... a veces no. Si su voluntad profunda es auto-destruirse, es quizás muy poco lo que aun el más abnegado amor pueda hacer por él, pero el esfuerzo debe ser hecho.

El amor no debe ocultarse como si fuésemos colegiales enamorados, un poco avergonzados aun del fervor que los posee. Está para ser declarado, especialmente bajo la forma del agape (amor feliz, colmado). Lo proclamó Jesucristo, lo proclamó la Madre Teresa de Calcuta, lo proclamó Martin Luther King. El silencio le sienta mal. Declararlo es la única forma de suscitar gestos igualmente magnánimos y trascendentales en otros seres humanos. No se debe ocultar la luz. "La lámpara, ¿está ahí para ser puesta bajo el almud o bajo la cama? ¿No debemos antes bien ponerla sobre el lampadario? Pues nada es secreto si no es para devenir manifiesto, nada ha sido escondido si no es para emerger al gran día" -dice Jesús (Marcos, 25, 21)-. El amor debe resplandecer, porque parte de su grandeza es suscitar la emulación de los demás, erigirse como ejemplo, inspirar a otros a amar.

Si vemos bien las cosas, el ser humano no tiene otra misión en el mundo que la de amar. En ello se resume todo. Caridad, piedad, cariño, afecto, amistad, lealtad, deber, sacrificio, misericordia, gratitud... Todas esas son provincias del amor. Vinimos a amar. Sin embargo, no somos preparados para ello. No existe en nuestras sociedades una propedéutica del amor, una pedagogía del amor. La familia es -debería ser- la primera escuela de amor. Desgraciadamente es mucho más frecuente que se convierta en un laboratorio del odio, una especie de medio donde aprendemos, in vitro, las destrezas necesarias para agredir y ser agredido. La primera de todas, la del padre que roba al niño el cariño de la madre. El complejo de Edipo es la fricción primal que debemos enfrentar con el otro esencial. Pero esa es una fase, no un modelo de vida. No se puede vivir sin fricción -es un hecho que se cae de puro obvio-, pero para eso está el perdón que es, de todas las manifestaciones del amor, la más excelsa.

¿Qué significa perdonar? Significa asumir el atributo divino por excelencia. Todo puede y debe ser perdonado. Absolutamente todo. Pobre miserable, aquel que no sea capaz de hacerlo. ¿Más fácil decirlo que hacerlo? ¿Y quién dijo que vivir era fácil? ¿Quién dijo que la ética del perdón era un juego de niños? Y me alegro de haber hablado de niños, porque es en la temprana infancia que el perdón debe comenzar a ser inculcado. Atención: perdonarlo todo no significa tolerarlo todo. Hay que ponerse a salvo del agresor, pero evitar, eso sí, que las toxinas del rencor vengan a emponzoñar nuestra alma.

Alguien podría alegar que nuestra capacidad para el perdón está limitada por nuestra capacidad de sobrevivencia. Hay una línea a partir de la cual la agresión puede empezar a poner en peligro nuestra salud psíquica, o incluso nuestra vida. Y ahí surge la terrible aporía del filósofo Jankélévitch: "todo se puede perdonar... excepto lo imperdonable" (su familia entera había sido exterminada en los campos de concentración nazis). No faltarán quienes digan que la capacidad de perdón infinito de Dios procede precisamente de su infinita invulnerabilidad. Quien no tiene nada que temer -por cuanto no puede ser destruido- puede darse el lujo de todo perdonar. Pero si hay cosas que nos sentimos incapaces de perdonar, ello no nos exime del esfuerzo por hacerlo. Perseverar. La más alta meta a la que un ser humano puede aspirar: perdonar lo imperdonable. Y esto solo lo permite el amor. Los seres humanos podremos no ser perfectos, pero sí somos perfectibles, y tenemos el deber ético de acercarnos al ideal aun cuando sepamos que no vamos nunca a alcanzarlo plenamente.

La vida toda ella es un acto de amor. "Amar es actuar" -escribió Victor Hugo, en la última línea de su diario, dos semanas antes de morir-. Por eso debe ser percibida como el don supremo, y honrada y celebrada día con día, que es, después de todo, la mejor manera que tenemos de decir "gracias".