El predicador catequizado

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"Buenas noches, ¿nos puede llevar al motel, por favor"?

"Señor, déjeme explicarle: yo le ofrecí este carrito a mi Señor Jesucristo, y no puedo hacer esos servicios".

"¿Y qué tiene que ver su Señor Jesucristo con una ida al motel?"

"Pues que esos son lugares para el pecado de la carne; usted sabe, antros donde Satán tiene señorío, y yo no quiero entrar en los dominios del Maligno".

"¡Pero si esta dama es mi esposa!"

"Señor, con todo respeto, esos son lugares malditos. Mi carro fue bendecido por el presbítero de San Joaquín de Flores, y yo le prometí que nunca le daría mal uso".

"¿Así que usted, por principio, nunca lleva clientes a moteles?"

"Nunca. Vea: aquí ando mi Biblia, le voy a leer este pasajito de Tesalonicenses, donde..."

"¿Y qué tal los que quieren ir a cantinas, clubes nocturnos, casas donde quizás se celebran orgías o se fuma droga, locales para swingers, baños sauna, salones de masaje, cines donde se proyectan películas con contenido sexual, piezas de teatro de tono subido, edificios gubernamentales donde se han registrado escándalos de corrupción, bancos en los que se explota al cliente con tasas de interés inmorales, casas de cambio u oficinas de usureros, hospitales en los que se hacen biombos, mala praxis, trasiego de riñones, escuelas o iglesias donde se ha comprobado la incidencia de casos de abuso sexual de menores, prisiones, bufetes de abogados en los que va a oficiarse un divorcio -"que lo que Dios unió, no lo separe el hombre"- u otras acciones que, siendo legales, son inherentemente anti-éticas o reñidas con la voluntad divina, las personas que le piden ser llevadas a sus casas, donde -y quizás usted lo sabe- son vapuleadas o psicológicamente maltratadas por sus propios familiares, o las que le piden que las lleve a un recital donde el pianista toca el Vals Mefisto de Liszt o la Sugestión Diabólica de Prokofiev?

Luego, ¿confirma usted que sus cliente no sean indocumentados que entraron al país ilegalmente? Pero vayamos más lejos: siendo usted un siervo de Dios, ¿no debería comenzar por exigirle a todo cliente su expediente criminal y, por decir lo menos, un par de cartas de recomendación que atestigüen su absoluta probidad? Pero lo más grave de todo: ¿le niega a usted sus servicios a todo el que no sea católico? ¿No sería contrario a la Ley de Dios, transportar herejes, paganos, miembros de otros cultos, agnósticos o ateos? ¿Pide usted fes de bautismo, a todos aquellos que abordan su carro? Porque, para ser perfectamente coherente con su programa de pietismo inmaculado, esto sería lo menos que cabría esperar de usted, ¿se imagina, su carro bendecido por el presbítero Josué Oconitrillo, de San Joaquín de Flores, transportando las impías, infieles y pecaminosas nalgas de algún luterano, testigo de Jehová o ateo militante?

Y las figuras públicas, los munícipes, diputados, magistrados y ministros cuestionados por la ley, ¿les niega usted también el transporte? Restan los propietarios de tiendas y restaurantes: ¿ha verificado usted que sus precios no representen una afrenta al consumidor, que estén exactamente dentro de lo contemplado por la ley? ¿Y qué tal si la ley fuese injusta e inherentemente anti-ética? Porque puede ser legítima -en tanto que ley-, pero no lícita -en tanto que práctica-: estoy seguro de que un hombre de su madera espiritual ha considerado esta instancia: el mundo está lleno de cosas que siendo legales son inmorales, y siendo ilegales son perfectamente morales.

¿Le ofrecería usted su servicio a un rufián que no ayudó a una viejecita a atravesar la calle? ¡Y sin embargo no hay ley que castigue esta iniquidad, como no hay ley que recompense a aquellos que si cumplen con el deber de auxiliar a la señora! Así que, cada vez que un cliente aborde su carro, tendrá que comenzar por preguntarle: ¿ha ayudado hoy a cruzar la calle a alguna viejecita?, y de su respuesta se seguirá si usted le ofrece o le niega el servicio.

En suma, que para ser coherente con su franciscano programa consistente en vivir el Evangelio al pie de la letra, tendría que inquirirlo todo con respecto al cliente que pide su servicio: ¡sería infame tenderle la mano a un granuja que pasa por el mundo lejos de la diáfana luz de la mirada de nuestro Señor Jesucristo! Y si alguien, habiendo cumplido con todas los preceptos de Tesalonicenses y demás epístolas paulinas, profiere dentro de su carro una palabrota, o así no fuese más que una observación ligeramente salaz, ¿no correría usted a exhortarlo a abandonar el vehículo, en nombre de nuestro Dulcísimo Señor Jesucristo, de los Tronos, Virtudes y Dominaciones? Pero es que, en realidad, nadie debería abordar el carro antes de recibir su bendición, amigo: tendría usted que ponerlo de hinojos junto al vehículo, posar su mano sobre su cabeza, y decirle: "Yo, caballero de las inmarcesibles legiones de nuestro Emperador, Jesucristo el Ungido, henchido del Espíritu Santo y encendido en la brasa del Amor Eterno, siervo del Maestro que pone en mis labios la miel de la Palabra dadora de vida, os bendigo en nombre de las Tres Divinas Personas, e invito a abordar este alado vehículo, rumbo al destino que el Padre dicte sobre la marcha de nuestro peregrinaje a través de la ciudad del pecado y la putrescencia". Y, a decir verdad, amigo, la ceremonia -¿se da usted cuenta?- no debería jamás ser oficiada sin el sacrificio de un cordero recental, que tendrá usted siempre a mano para el efecto.

Es que, lo que usted debe entender es esto: el verdadero burdel no es el motel. El burdel es el mundo entero. Por doquier ande encontrará usted pestilencia, perversidad, ensañamiento con el inocente, y podredumbre infinitamente más "aromática" que la que degustará dentro de un motel. Está usted inmerso en un océano de maldad. ¿Qué piensa hacer al respecto? ¿Confinarse al quietismo? No hay dirección alguna en la que no vaya usted a topar con alguna forma de injusticia e iniquidad.

Los mendigos, los ciegos, los paralíticos, los niños pordioseros que se cruzan en su camino... ¿Se detiene usted a lavar sus pies? ¿Se desprende de su propia ropa para protegerlos de la intemperie? ¿Se aboca amorosamente a curar sus úlceras, a aliviar su hambre y su sed física y afectiva? ¿Los lleva gratuitamente a los asilos y hospitales? En verdad te digo, hijo mío: si quieres evitar el mal, tendrás que recluirte en un eremitorio y llevar la vida de un anacoreta, en la cima de alguna desolada montaña donde el viento aúlla, alimentarte de mendrugos, líquenes y hongos silvestres, y esperar la gran epifanía, la revelación, lo que los teólogos llaman una "gratuidad efusiva extraordinaria", esto es, una visitación de Dios. ¿Un motel? ¡Es el menos podrido de los lugares adonde podría llevarte tu bendecido carro! El mundo es, todo él, una cámara de tormentos, una orgía del mal, y si buscas la pureza, tendrás que vender tu taxi, deshacerte de todos tus bienes materiales, celebrar, como il poverello Francesco, tu desposorio con la Dama Pobreza, e irte a vivir a una montaña.

Ahora me bajo, y me paso al carro de atrás, porque mi compañera y yo estamos ansiosos por ir a hacer el amor. Buena suerte, hermano, con su nueva aventura mística, y no lo olvide: si ha decidido usted ser virtuoso, por una cuestión de coherencia tendrá que serlo de manera absoluta, total, innegociable, inmaculada, con incólume compromiso y nunca flaquear. Evitar todo comercio humano, toda forma de transacción. Y para comenzar, no cobrar por los servicios que ofrece como taxista: ¡su carro fue un don de Dios! ¿Cómo osa usted usufructuar de él? ¡Cuánto debe de haber contristado al Altísimo su gesto codicioso y cicatero! Tenga usted muy buenas noches, y adelante con su nueva cruzada espiritual: ¡en guardia, guerrero indomable de las bienaventuradas huestes del Señor!"

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NOTA: Jacques Sagot, pianista y escritor. Reconocido por su talento artístico tanto nacional como internacional