El taxista

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Yo venía saliendo del hospital. Un error de criterio médico, a mi parecer. Había sido víctima de una intoxicación muy grave, producto de los efectos intramedicamentosos de diversos fármacos prescritos sin la debida investigación. Llovía. Tarde opresiva, llena de nubes sucias y grumosas. Calles congestionadas, caños torrenciales, alcantarillas desbordadas, inmundicia por doquier, la turbamulta -monstruo policéfalo- que se agita, cinco y media de la tarde: hora infame, en San José. Los médicos no debieron de haberme dado de alta. Yo erraba por la calle, en estado alterado de la conciencia. El paso vacilante, la mirada perdida, el aire febril y vagaroso. Me acerco a un taxista que estaba parqueado a un par de cuadras de la clínica. No tengo dinero para el servicio. No tengo cédula de identidad. No tengo teléfono. No tengo piernas. No tengo cuerpo. Pero interpelo al taxista. ¿Por qué? Jamás lo sabré. "I have always relied on the kindness of strangers" -me siento tentado a decir, como Blanche Dubois-. Creo en los taxistas. Es un afecto que no sé explicar. De ellos espero siempre, a priori, el gesto generoso y socorrista. Ocasionalmente me he equivocado, pero debo decir que las más de las veces no he sido defraudado.

"Buenas tardes. Vengo saliendo del hospital. Voy para San Francisco de Dos Ríos. Tengo algún dinero, pero con seguridad no lo suficiente para pagarle el servicio ¿Usted no aceptaría llevarme, y yo le prometo ponerme en contacto con usted mañana y reembolsarle el faltante?" Es posible que mi aspecto hubiera movido a compasión a cualquiera: estaba empapado, tiritaba, mi vestido -formal, correcto- evidenciaba que no era yo un rufián cualquiera, pero era harto posible que fuese un drogadicto, un pedrero, un patético borrachín que se recuperaba de su última intoxicación etílica.

"Pase adelante, amigo: vea qué curioso, este es mi último servicio, ya me preparaba para ir a devolver el carro a la central de San Francisco de Dos Ríos, así que con todo gusto lo puedo llevar: ¡me queda de camino!" Abordé el vehículo y farfullé algunas palabras. Lo suficiente para hacerle entender al taxista que estaba enfermo, y que venía saliendo del hospital. Era un hombre afable, que asumió el servicio con toda naturalidad, esforzándose por hacerme sentir que aquel gesto entraba perfectamente en su ruta de navegación, y no le generaría pérdida alguna. Mis recuerdos son difusos: contornos impresionistas, la noche que comienza a borrar la ciudad, esa hora inherentemente melancólica en que la luz oficia la diaria liturgia de su muerte, y lluvia en las calles, las aceras, los tejados, mi cerebro...

Llegamos a casa. Mi amigo taxista me ayudó a bajar del carro. Advirtiendo que tenía problemas para abrir el portón, se lanzó al aguacero para asistirme con las llaves y la cerradura, que mis manos temblorosas no lograban hacer coincidir, para mi absoluta perplejidad. Le ofrecí cualquiera que fuera la cantidad de dinero que traía conmigo -una fruslería- y la rechazó. Mis piernas no eran capaces de sostenerme: es la única forma posible de describir lo que experimentaba. Era como si hubiesen perdido toda su capacidad de tracción, toda su fortaleza, como si mi cuerpo se hubiese diluido de la cintura hacia abajo. Mi amigo me alzó en brazos, atravesó el jardín, y me llevó hasta la puerta misma de la casa. San Cristóbal que carga al niño en brazos. El padre cabalgando con sus hijo enfermo en El Rey de los Elfos, de Goethe.

Durante los años de mi niñez, la hemofilia me obligó a frecuentes y prolongadas hospitalizaciones. Muchas veces se sentó a conversar conmigo la muerte, al punto que llegué a desarrollar con ella una peculiar intimidad. Mamá acudía, para los dolorosísimos traslados al hospital y los no menos delicados regresos a la casa, a un taxista que se llamaba don Arnoldo. Veo su rostro rugoso, su cara curtida, toda pliegues y reciedumbre, sus brazos nervudos y coyundosos. Tendría, quizás, unos cincuenta y cinco años de edad. ¿Qué habrá sido de aquel hombre providencial? ¡Cuántos viajes de emergencia, qué espíritu de servicio, qué lealtad, que acendrado sentimiento de solidaridad! ¿Será de él que procede mi espontánea simpatía por los taxistas? ¡Y pensar que nada sé de su persona, que ni siquiera sé si todavía es de este mundo, ni tendría la más remota manera de averiguarlo! Gente que desaparece de la vida de uno el día menos pensado, sin que tuviésemos la oportunidad de pronunciar la palabra clave, el más bello vocablo jamás inventado: "gracias".

Cuando estaba por entrar a mi casa, oí que el radio del carro llamaba al taxista a grandes voces para un servicio urgente. "¿No era esta su última ronda?" -le pregunté-. "Pues... digamos que por ahí debe de haber salido alguna cosa imprevista". "Usted me mintió: no era su último servicio: tuvo que desviarse, tragarse las presas, perder su tiempo, su trabajo, su dinero, para traerme a mi casa. Hay un nombre para eso: costo de oportunidad. Y el suyo ha sido alto". "Yo no sé nada de esas cosas. Usted se veía mal. Desde que lo vi en la calle, bajo la lluvia, me dije: "algo no anda bien, con este señor". Y en efecto, usted está débil. Debería ir a meterse a la cama y guardar reposo". "Me mintió..." "Esas no son mentiras: se llama misericordia".

Le di un abrazo, y entré a mi casa. Olvidé preguntar su nombre, a fin de compensarlo por su servicio al día siguiente. Y creo que quizás el olvido obedeció a un oscuro designio subconsciente: quería dejarlo innominado. Quería que quedara, en mi memoria, como la imagen, el emblema, el arquetipo mismo del hombre que tiende la mano al hombre, del buen samaritano que corre al rescate de su prójimo. No lo quería concreto: lo quería universal, absoluto, impersonal y eterno. Y así ha sido.