¡Esto hay que cambiarlo!

No se puede seguir en el juego de que autonomía universitaria se entienda como “repúblicas independientes” en las que el rector y unos cuantos allegados deciden todo

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El término “capital humano” significa gente –trabajadores– con las destrezas y capacidades necesarias para impulsar el crecimiento de la productividad.

De aquella economía basada en recursos patrimoniales en la que una persona más era otro trabajador y consumidor, hemos evolucionado hacia la economía de la productividad, la innovación y el conocimiento en la que, para que una persona cuente como recurso productivo –o capital humano–, necesita destrezas y capacidades cada vez más avanzadas para crear valor en procesos cada vez más complejos, tecnológicos y que requieren de un mínimo no necesariamente pequeño de conocimientos.

Así, no toda persona es “capital humano” y, si bien todos siguen siendo consumidores, algunos lo serán como carga al conjunto, por no tener las destrezas y capacidades necesarias para incorporarse productivamente a la nueva economía.

No es cierto que la tecnología del futuro vaya a destruir más puestos de trabajo que los que va a crear, pero sí es cierto que los puestos creados requerirán de una mezcla diferente de destrezas y capacidades que las que tienen los trabajadores desplazados.

Debemos contar con el capital humano correcto si vamos a enfrentar los retos de la cuarta revolución industrial, del cambio climático y otras tendencias globales en un ambiente de progreso social, democracia y sostenibilidad. Y si, como quieren el presidente Alvarado y sus ministros de Comercio Exterior y Ciencia, Tecnología y Telecomunicaciones, vamos a posicionar el país para ser un centro de aplicación, desarrollo tecnológico y adaptación para la cuarta revolución industrial, queda implícito que no podemos seguir –como reportamos en esta edición– favoreciendo desproporcionadamente las ciencias sociales sobre las ingenierías y ciencias naturales.

Los graduados en ingeniería no alcanzan ni el 10% –9% en universidades estatales y 6% en las privadas– de los profesionales que se gradúan cada año en el país. Y más grave, estos porcentajes no han cambiado en la última década, por lo que la tendencia relevante es el estancamiento en cuanto a la disponibilidad de capital humano técnico y científico.

Nuestros sectores productivo y emprendedor requieren de más graduados en carreras con orientación tecnológica. Eso está claro. La demanda así lo indica y la asignación de recursos en la sociedad debiera dirigirse hacia ello. Pero no ocurre.

Cambio de mentalidad

Vivimos en una nación con distorsiones tan graves en el mercado laboral que la mayoría de nuestros jóvenes, 63 % según una encuesta de 2015, prefieren ser empleados del Estado. De esa burocracia que muchas veces destruye valor como consecuencia de puestos, estructuras salariales, convenciones colectivas, derechos y privilegios mal diseñados, como 12 años de cesantía en algunas organizaciones del Estado y regímenes de pensiones independientes, a pesar de la calidad de los servicios que prestan a la ciudadanía.

Esto hay que cambiarlo. Tenemos los incentivos y la orientación de nuestras universidades apuntados en la dirección equivocada, y así será imposible adaptarnos a la cuarta revolución industrial o ser la nación donde se desarrollan las nuevas tecnologías y mercados sin perjuicio de sus valores esenciales.

Cambiarlo implica desestimular el empleo público, cambiar la mentalidad y dirección de las autoridades universitarias para trasladar el peso de las inversiones, becas y programas de investigación hacia las ingenierías y las ciencias naturales; modificar los enfoques de la educación primaria, secundaria y técnica para preparar jóvenes con otras destrezas, capacidades y acceso a las oportunidades.

Si no se puede cambiar la mentalidad, habrá entonces que cambiar autoridades. No se puede seguir en el juego de que autonomía universitaria se entienda como “repúblicas independientes” en las que el rector y unos cuantos allegados deciden todo, como si no fueran sostenidas por los impuestos de todos los costarricenses. En este momento sus estrategias no responden como debieran a las necesidades del país. Y, con notables excepciones, tampoco lo hacen las universidades privadas.

Tampoco podemos seguir con un Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) amarrado por una legislación de otro tiempo y en que los programas que la nueva presidencia ejecutiva ha diseñado en respuesta a las necesidades del país, enfrentan restricciones impuestas por una legislación laboral que no responde a la realidad actual en temas como la educación dual, la educación virtual, las alianzas público-privadas en capacitación y transferencia de tecnología y otras innovaciones que contempla su nueva estrategia. El INA es un caso en que el liderazgo y la estrategia sí ha evolucionado, pero no se le han quitado las amarras que lo limitan.

Para que Costa Rica se transforme y desarrolle su verdadero potencial, requerimos del capital humano correcto. ¿Estarán listas nuestras autoridades nacionales para exigirlo y propiciarlo en todos los niveles de nuestro sistema educativo?