¿Espectadores de nuestra propia decadencia?

Editorial | Un compromiso con el desarrollo de capital humano de calidad para todos debería ser un catalizador suficiente para que todas las fuerzas y sectores depongan las recriminaciones mutuas.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.


Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.


Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

El Informe del Estado de la Nación 2023 (IEN-2023) es una seria llamada de atención sobre el sombrío panorama que enfrentará el país si no actuamos oportunamente. El pacto social imperante por décadas brindó la posibilidad real de una mejoría sostenida de la calidad de vida para amplios sectores de la población, generación tras generación. En efecto, la expectativa de todo costarricense era que, con el crecimiento de la economía, sus hijos disfrutarían de una mejor situación que sus padres, quienes a su vez disfrutaban de una mejor situación que sus antecesores. Para lograrlo, se diseñaron mecanismos institucionales y políticas públicas que promovían y facilitaban la movilidad social, entre los que destacaban un sistema educativo robusto y un régimen de seguridad social efectivo, en un entorno de seguridad y democracia viva. El IEN-2023 concluye, sin embargo, que las circunstancias cambiaron dramáticamente en los últimos años, que ese pacto social da claros signos de agotamiento, y que el sistema político no ha sabido responder a los retos de hoy ni prever las soluciones del futuro.

Los retos son efectivamente muchos, pero lo que resulta urgente y prioritario es salir al rescate de nuestro sistema educativo, otrora orgullo nacional y factor crucial para el éxito de nuestro modelo de desarrollo. La educación —pública, gratuita y obligatoria, según reza el artículo 78 constitucional— fue durante muchos años un igualador social que le garantizaba a todo costarricense la posibilidad de capacitarse en similares condiciones, cualquiera que fuere su extracto social. A su vez, el acceso a una educación de calidad abría la posibilidad de obtener puestos de trabajo decentes, que permitían satisfacer de manera aceptable las necesidades básicas de las familias durante la vida productiva, así como un retiro digno. Ciertamente esa no era la realidad de toda la población, pero sí la de una clase media creciente y pujante.

Lamentablemente, el paulatino deterioro de la calidad de nuestra educación, acelerado por la pandemia de la covid-19, provoca que hoy hagamos aguas: resultados muy pobres en las pruebas de medición internacional, una vergonzosa deserción estudiantil y un divorcio cada vez más marcado entre lo que se ofrece en los centros educativos y lo que demanda el mercado laboral. Esta situación tiene un efecto directo en las posibilidades laborales de muchos, quienes se ven incapacitados para obtener trabajos bien pagados, así como en la creciente desigualdad con quienes, por su mejor preparación, obtienen los mejores puestos y más altos ingresos, relacionados con los sectores vinculados a la inversión extranjera, el turismo y el comercio exterior. Y, por supuesto, que la falta de oportunidades y la exclusión de quienes solo tienen acceso a labores muy básicas o a la informalidad hace que estos sean presa fácil de la droga, la delincuencia común y el crimen organizado, alimentando el estado de inseguridad que actualmente sufrimos todos.

Todavía estamos a tiempo para reaccionar y reencontrar el rumbo. Un compromiso con el desarrollo de capital humano de calidad para todos debería ser un catalizador suficiente para que todas las fuerzas y sectores depongan las recriminaciones mutuas, se aplaque la defensa de privilegios y abusos, y se deje atrás el discurso violento y polarizante que desde las altas esferas del gobierno impide la respetuosa relación que debe prevaler entre los poderes e instituciones, formales e informales, de una democracia funcional. Una revolución educativa, acompañada de políticas y acciones complementarias que permitan que los sectores y regiones hasta ahora excluidos de los beneficios de un modelo que para otros sí ha dado frutos, es clave para garantizar el desarrollo humano sostenible al que siempre hemos aspirado.

Si los actores políticos y sociales —y el sistema político como un todo— no son capaces de hacerlo, de verdad que seremos todos testigos de nuestra propia decadencia y de nada servirá, para ese entonces, señalar a los responsables de la inacción y su falta de visión.