La dictadura del pachuco

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Ahora el habla "pachuca" es tenida, en ciertos círculos académicos del cafetal, por "un legítimo sociolecto urbano merecedor de serio estudio lingüístico". La vulgaridad ya va ganando carta de residencia aun en nuestras universidades.

Todo está tomado por el "pachuco": curules, púlpitos, escuelas, oficinas gubernamentales, ministerios, predicadores, agrupaciones artísticas, periodistas, animadores de televisión, embajadores, presidentes, locutores deportivos... Yo, siempre acusado de "hablar en difícil", soy una víctima -vendrán más- del peligroso, opresivo régimen totalitarista del "pachuco". Los que defienden la plebeyización de la cultura deberían ir un día a la gradería de sol del estadio Saprissa, para que vean la criminal violencia verbal en que ha degenerado su "legítimo sociolecto urbano". Vehículo de las peores vejaciones, de la depredación de la mujer, de la misoginia, el racismo, el sexismo, la xenofobia, la homofobia, los radicalismos políticos y religiosos, los más inimaginables vituperios... Por su naturaleza misma, el pachuco -como "sociolecto urbano" y como espécimen social- es siempre agresivo. No, no, pero es que hay que haber estado ahí para comprenderlo. Ahí, sí, en esa gradería de sol que ahora -para citar la fórmula devenida célebre de don Beto Cañas- ha invadido la cancha.

Y resulta que "eso" ahora se "estudia": es una forma de habla "legítima". La canalla sigue ganando terreno. Ya está intra muros. Las universidades, alguna vez preservadoras del acervo cultural amenazado por las invasiones bárbaras y las guerras, ahora se alían con el vándalo: el salvaje habita las aulas académicas.

La cosa es muy simple: con un "maje" por día, el hablante da prueba de una potencialidad para convertirse en "pachuco", con dos ya puede hablarse de vocación natural, con tres o más, el individuo es un cincelado, pulido, esmaltado y depurado "pachuco". Salvo por algunos espíritus refinadísimos (que tengo el honor de conocer, y que son, sin excepción, hombres y mujeres de generaciones pasadas), todo el mundo es de "tres o más majes al día". A veces -y no exagero- de cientos.

La corrupción del lenguaje acarrea la corrupción del pensamiento. Quien no sabe hablar tampoco sabe pensar. El logos, de los griegos: la palabra en tanto que palabra meditada, usada con pleno conocimiento de sus diversos estratos semánticos, de sus facultades connotativa y denotativa, de las mil resonancias que es capaz de suscitar. El costarricense medio manipula un vocabulario de unas quinientas palabras: menos que los códigos sígnicos de los chimpancés. Léxico sub-simiesco. ¡Y los hay que ríen de ello! El habla moldea las estructuras del pensamiento. Se piensa desde el habla, se habla desde el pensamiento. El tema es de la mayor importancia.

Costa Rica es un charral. Cualquiera -y yo he sido la más conspicua víctima de esta forma de admiración-segregación- que no se exprese como el típico "pachuco" arrabalero, será acusado de "hablar en difícil", de "rebuscado", "dominguero", "culterano", "démodé", "elitista", "intelectualoide" o "pedante"... Todo eso: ya lo hemos hablado y no lo voy a repetir. Soy un "resistente" contra un régimen opresivo e insidioso como pocos lo han sido. Es algo que he experimentado desde mi infancia. Un outcast: eso es lo que he sido.

El habla "pachuca", la jerga del naco, está llena de violencia, de cinismo, de "choteo", de mofa, de agresión. ¡En un país que se jacta de su tradición pacifista! Pero la violencia verbal es tan seria como la física. Hay "pachucadas" que valen por una patada o un puñetazo. Cierto, me ha sucedido cultivar ocasionalmente el habla "pachuca", pero la diferencia es que yo puedo pasearme por ella con "visa de turista", porque tengo a mi disposición otros modos discursivos -los que vastamente predominan-, es decir, no estoy encadenado al "pachuquismo" como recurso retórico único: tengo al alcance de mi mano todo el espectro verbal: puedo escoger. La mayoría de los costarricenses carecen de menú lingüístico para elegir. Están condenados a su indigencia verbal. Son pordioseros de la lengua que se enorgullecen de serlo.

Basta con hacer un experimento: pídanle a una persona culta que imite el habla "pachuca" (el léxico tanto como los elementos suprasegmentales del lenguaje, la entonación, el color vocal.) Con seguridad podrá hacerlo más o menos bien: ¡todos lo hemos hecho! Es fácil, imitar al "pachuco": es cosa que está al alcance de cualquiera. Pero propongan el ejercicio simétrico: pídanle a un "pachuco" que se exprese como una persona culta: ¡no logrará hacerlo! No tiene ni el vocabulario, ni la sintaxis, ni las estructuras lingüísticas necesarias para esto. Se verá reducido a la impotencia, y se sumirá en el más amargo de los silencios. ¿Qué nos prueba esto? Que al glorificar al "pachuco", la sociedad le rinde un flaco servicio: no lo integra a la cultura, antes bien, lo segrega, lo margina, lo condena a seguir reciclando sus "pachucadas" por el resto de su vida. Le cierran los horizontes de crecimiento, le ponen un techo intelectual por debajo de su altura natural: hacemos de él algo parecido a los pies de las geishas, o los arbolitos bonsái: criaturas culturalmente pigmeizadas.

Que sigan aborregándose. Por debajo de los chimpancés, los delfines, y las ballenas. Que sigan descerebrándose, sí. Yo ya he hecho lo que pude. No tengo ninguna fe en ellos. Púdranse en su vulgaridad. Refocílense en su "sociolecto urbano merecedor de serio estudio lingüístico". Aprópiense de la totalidad de la superficie social. Yo seguiré siendo el resistente de siempre. Es un rol que me sienta bien.