La propensión costarricense a cobrarle impuestos a los robots

Gravar la adopción tecnológica, sería gravoso para economías que presentan una amplia brecha de productividad

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En 2017, el magnate tecnológico Bill Gates, propuso cobrar impuestos a los robots. Estos, argüía, tomarán cada vez más trabajos de las personas, por lo que sería justo extraer ingresos de su actividad y dedicarlos a apoyar a las personas desplazadas por la tecnología.

La preocupación de Gates, importante de considerar en una economía de servicios como la nuestra, es antigua, fue compartida por los seguidores del ludismo, un movimiento que toma su nombre de Ned Ludd, un personaje inglés del siglo XVIII que incendiaba máquinas de tejer en oposición a la industrialización alegando defender a los artesanos.

El influyente economista y exsecretario del Tesoro de los Estados Unidos Larry Summers respondió a la idea de Gates con un artículo de agudo sarcasmo: por qué emprenderla solo contra los robots, y no contra los procesadores de texto, los cajeros automáticos, las máquinas de imprimir boletos, o las vacunas que, al prevenir enfermedades, destruyen trabajos de atención de la salud.

Los robots y la automatización son herramientas del trabajo. Las innovaciones que resultan en formación de capital aportan al incremento en la productividad de los trabajadores.

Al incorporar tecnología, aumenta la contribución de cada hora trabajada a los resultados de un negocio, se puede producir más con menos, lo que reduce el costo relativo del trabajo para las empresas. Estas pueden vender más e incrementar sus utilidades sin necesidad de subir los precios a los consumidores, reinvertir esas ganancias en nuevas soluciones para ser más eficientes y contratar más personal. La competencia de trabajadores más productivos en el mercado tiende a elevar sus ingresos, y el círculo virtuoso impulsa el crecimiento económico.

Aunque existen costos sociales que atender inteligentemente en cada transición hacia una mayor automatización, cobrar impuestos a los robots es una política regresiva, contraria a los intereses de la mayoría.

Gravar la adopción tecnológica, sería acentuadamente gravoso en aquellas economías que, como la nuestra, presentan una amplia brecha de productividad.

El PIB por hora trabajada en Costa Rica es apenas el 44% del promedio de los países de OCDE y una hora trabajada en Irlanda produce 4,4 veces más que una hora aquí. Con nuestro crecimiento, tardaríamos cerca de 40 años en alcanzar el nivel de OCDE.

Summers cuestionó en su artículo ¿por qué gravar de una forma que reduce el tamaño del pastel, en lugar de asegurar que el pastel esté bien distribuido?

Tras el ejemplo del impuesto a los robots uno se pregunta: ¿Cuántas políticas públicas en Costa Rica terminan reduciendo el tamaño del pastel y reteniendo nuestra capacidad de crecer?

Algunos ejemplos evidentes:

Elevamos el costo de contratar, al atar el financiamiento del INA, IMAS, Fodesaf y el Banco Popular a las planillas. Estas cargas se unen a la seguridad social y las provisiones necesarias para hacer frente a otras garantías laborales. Como resultado, tenemos el más alto desempleo entre los países de la OCDE, impedimos la formalización de un segmento amplio de trabajadores y restringimos la movilidad entre actividades económicas; un dinamismo necesario para que el recurso humano se ubique allí donde puede incrementar más rápidamente su productividad.

El cobro de tasas más elevadas de seguridad social a los trabajadores independientes calificados o los “solopreneurs” (cuyo mayor ingreso es posible por su mayor productividad) constituye otro desestímulo a su interés por continuar incrementando esa productividad, a través de la inversión en tecnología, nuevas capacidades o emplear a otros.

Como otro ejemplo, nuestros mercados están sujetos a regulaciones más estrictas que en cualquier país de la OCDE. Cumplir con licencias, permisos y trámites impone costos fijos a las empresas, ocupando recursos que, de otra forma, podrían dedicarse a inversión en productividad.

La onerosa carga regulatoria se interpone en el flujo del capital elevando, en el agregado, los costos de todas las actividades, lo que nos hace un país caro. Paradójicamente los controles no se traducen en mejores estándares de calidad, protección a la salud o el ambiente.

La primera tentación de nuestro sistema es crear regulaciones desde una ilusa creencia en que tendremos capacidad de vigilar y sin un análisis que asegure que los beneficios de las intervenciones exceden sus costos, incluyendo el de oportunidad.

Otro caso a apuntar es la cancelación del proyecto de infraestructura tecnológica denominado la “Red Educativa del Bicentenario”. Desde un legalismo desapegado de la racionalidad y la proporcionalidad, la Contraloría General de la República resolvió, que el Ministerio de Educación no puede subcontratar la administración de servicios de telecomunicaciones a un ente especializado, calificando esta gestión como una “competencia esencial” del Ministerio.

Como resultado, 67% de los centros educativos seguirán trabajando con conexiones menores a 10 Mbps; aletargando la formación de habilidades esenciales para crear trabajos más productivos y ensanchando la brecha digital.

Quizá falte un tiempo para que aparezcan neoludistas en nuestra política promoviendo impuestos a los robots, pero llevan rato con nosotros las políticas mal diseñadas, que imponen un costo mayor que sus beneficios, con la consecuencia de limitar el tamaño del pastel, en perjuicio de todos.

Confirmo aquí, que el autor no es un robot.

El autor es administrador y abogado.