Las lágrimas de la esfinge

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Tengo por norma nunca abordar un taxi sin antes ver directamente el rostro del conductor. No basta una miradita de soslayo. Necesito faire face -como diría Lévinas-. De lo contrario, no me siento seguro. Además, tengo la extraña facultad (¿cómo referirme a esto sin sonar alardoso?) de recordar con precisión fotográfica cada cara que encuentro, y de ser capaz de reconocerla diez años después, si fuese el caso. Con el rostro de los taxistas -esos hombres en cuyas manos he depositado largos tramos de mi vida- experimento algo similar a lo que le sucede al infortunado Funes, el memorioso, de Borges. Recuerdo todo con respecto a ellos.

Este hombre me recogió en San Francisco de dos Ríos. Dudé en abordar el vehículo, a tal punto la cara del chofer me inspiró inquietud. Rostro de puñalada, de ex-convicto, de peleador callejero. Rudo, macizo, avaro de palabras, la barba mal rasurada, la cara cortada, los ojos pequeños, engarzados entre un tabique nasal excesivamente prominente que nacía en el cráneo y se prolongaba hacia abajo con decurso inexorablemente rectilíneo. Todo en él era angular y punzocortante. Especie de rostro cubista, que Picasso o Braque hubiesen firmado sin vacilar. No invitaba a la conversación, y me abstuve de ella, limitándome a darle las instrucciones del caso.

El hombre redobló su concentración al tomar la radial. Lo pude ver en su rostro: el ceño fruncido, las comisuras de los labios apretadas, las manazas más firmemente asidas al volante, y el cuerpo inclinado hacia el parabrisas. La oscuridad era espesa, viscosa, por poco tangible. Así avanzábamos, cuando, en cuestión de nanosegundos, una criaturita cruzó la carretera. Surgió de un charral de esos que "ornamentan" nuestras autopistas, y limitan la visibilidad de los conductores peligrosamente. Era un perrito. Un cachorro de doberman pinscher. Llegados a la edad adulta, estos magníficos animales pueden alcanzar los setenta y dos centímetros de alzada. Pero lo que se nos atravesó no pasaba de ser un bebé canino, un animalito que, a todas luces, era residente de la vida desde hacía muy poco tiempo. Inexperimentado, torpe, encandilado por los focos de los vehículos y -obviamente- extraviado.

Curiosa, la forma en que la mente es capaz de reconstruir -dilatándolos, e interpolando toda suerte de observaciones- algunos hechos que no toman más que fracciones de segundo. Solo vimos la ínfima, furtiva forma lanzarse a la calle y escurrirse bajo el carro. El taxista lanzó un juramento, e hizo lo posible por evitar aplastar su frágil cuerpecito. El sonido fue sordo, oscuro, velado, como un timbal que tocase con sordina. Ambos sentimos en nuestros cuerpos el bote del vehículo, el impacto de las llantas delanteras. El parachoques no lo alcanzó: era demasiado pequeñito como para eso. Lo arrollaron las llantas. El taxista acercó el carro a la acera, y frenó instantáneamente. Abrió la puerta y corrió desesperado tras el animalito. Yo lo acompañé. Allá atrás yacía su cuerpo, tendido sobre el pavimento. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como si tratase aún de entender lo que había sucedido, lo que aquel mundo vasto, atroz, inimaginablemente peligroso le había infligido. Las patitas quebradas, el vientre aplastado, sangraba profusamente. Iba a morir, y no restaba más que esperar que aquello sucediese lo antes posible.

Entonces vi a aquel hombrón, aquel ogro, gigante egoísta a la Oscar Wilde, comenzar a maldecir, a morderse los labios, a sollozar. Su respiración se tornó irregular, su desesperación era indecible, se llevaba una y otra vez las manos a la cabeza, caminaba en una dirección, luego en otra, giraba sobre su propi eje, y se limitaba a decir, con persistencia casi mántrica: "¡Puta vida, puta vida!" Sacó el celular de su bolsillo y pidió el número de un veterinario. Impaciente, roído por la ansiedad, no cesaba de moverse, como si toda la pétrea rigidez de unos minutos atrás se hubiese, por efecto de un sortilegio, animado de una vida frenética, irreprimible. "¿Cuánto me cobra por venir a administrarle la eutanasia a un perrito herido en la calle?" -preguntó-. Luego descontinuó la conversación con gesto furibundo. "¡Treinta mil pesos! ¿Me oye usted? ¡Treinta mil pesos! Yo no tengo esa suma de dinero... Pucha, si yo fuese veterinario correría a atender a un animal en esta situación por pura caridad, como lo hacen los médicos con ciertos pacientes pobres. ¿Para qué estudian veterinaria, estos mal paridos? ¿No se supone que aman a los animales?" Me miró. "Tampoco yo tengo esa suma, amigo. Lo siento tanto como usted. Jamás había atropellado a ser viviente alguno. Estoy conmocionado". El hombre detuvo con un gesto imperioso de la mano un grupo de carros que se aproximaban sobre la autopista, alzó al animalito en sus brazos, y lo trasladó a la acera. En sus brazos lo tomó, sí, y lo fue a depositar sobre el zacate. Yo lo acompañé, anonadado, impotente, incapaz de proponer así no fuese más que una mera trivialidad. Nada se puede decir, en este tipo de situaciones, creo yo. La palabra se hace estéril, perfectamente yerma. Todo es dolor y angustia. Informulable, no verbalizable, carente de exutorio lingüístico.

El animalito respiraba apenas, y se desangraba a ojos vistas. La vida se refugiaba en el último asilo de sus enormes ojos perplejos, que brillaban en la noche como húmedas estrellas. "Si tan siquiera hubiese muerto instantáneamente, pero lo que no soporto es saber que está sufriendo, que así puede amanecer, que nadie se enterará de su agonía. ¡Malditos sean todos los veterinarios de este mundo!" Y ahí se le quebró la voz. En mil pedazos. Como el más frágil de los cristales. No era ya el hombrón, el boxeador de arrabal que había visto minutos atrás. Era un niño. Un niño que abría las esclusas de su alma, y lloraba desconsoladamente. En la oscuridad de la noche vi sus hombros sacudidos por los espasmos del llanto, sus gemidos sordos, cavernosos, discontinuos. Por momentos perdía el sollozo. Se pasaba la manaza por la cara y se enjugaba las lágrimas. Por estúpido que pueda parecer, jamás hubiera pensado que un hombre de aquellas características pudiese llorar... pero el hecho es que lo hacía, y de manera desgarradora, con laceración verdadera del alma. Una especie de llanto staccato, interrumpido por silencios... por momentos creí que se ahogaba. Tomó al animalito en sus brazos, se lo acercó al corazón, y lo acarició durante algunos minutos. "No sé ni donde tocarlo... tiene todos los huesitos quebrados". De pronto abrió un paréntesis de silencio que me heló los tuétanos. "Perdón, hermano" -dijo-. Y en un brutal, velocísimo movimiento de torsión, lo desnucó. Después siguió acuclillado, con el cuerpito en los brazos, marioneta destartalada, y procedió a acariciarlo durante algunos minutos. "Ya pasó todo, ya no le duele nada, le puedo hacer cariño hasta que la vida termine de escapársele. Dios sabe que hice todo lo posible por evitarlo... Hay que cosas que simplemente suceden... "porque sí" -como dicen los carajillos"-.

Yo jamás me sentí tan estúpido, tan inútil, tan afásico. Sentí en mí un dolor triple: el del animal, el del hombre, y el del niño que a buen seguro en aquel momento buscaba su mascota, y jamás la encontraría. Pero no lloré. No lloré porque no sé hacerlo: jamás me enseñaron. Y lo lamento, lo lamento desde el epicentro del alma, porque creo que en este mundo sólo sobrevivirán aquellos que sepan llorar. Mundo absurdo, que premia la risa -aun cuando procaz, burlista e irreverente-, pero castiga socialmente el llanto.

El taxista siguió acuclillado durante algunos minutos, luego atravesó la calle, y depositó el cadáver en la acera. Volvimos al taxi. "En este momento un niño busca a su mascota. Todavía cree seguramente que la va a encontrar. Seguirá soñando con ello el resto de su vida, a menos de que le enseñen el cadáver. Se la imaginará viva, corriendo libre y feliz por algún pastizal" -reflexionó el hombre, como hablando consigo mismo-. Pensé en el epílogo de Platero y yo. "Platero, tú nos ves, ¿verdad? Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín? Platero, tú nos ves, ¿verdad? Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el Poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero..."

El taxista lucía ahora sereno. Había vuelto a mineralizarse: todo en él era materia inorgánica. El monolito de Stonehenge había vuelto a asumir su lugar en la planicie, y reencontrado su megalítica inescrutabilidad. Ni una palabra. Su rostro, surcado por las lágrimas, parecía un risco en el que la lluvia o el derretimiento de los glaciares genera pequeños torrentes. Pero ya comenzaban a secarse. Pronto sería nuevamente un páramo, un campo yermo. Su alma, un huerto en flor; su rostro, una áspera calzada erizada de agrios peñascos, como las crestas de animales antediluvianos. Triste hombre, que se quería inhumano, pero era en realidad un océano de sentimiento. No crucé con él una palabra. Llegué a mi destino, pagué su servicio, le obsequié un "gracias" y un "buenas noches" que no encontraron reverberación alguna en su ser.