Las tres voces de mi alma

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Chopin, Schumann y Liszt -nacidos en el intervalo de quince meses- constituyen la sagrada trinidad del piano de la primera generación romántica. Planetas del mismo sistema, que no podrían, empero, ser más diferentes. Mi alma los necesita a los tres, y la vida se me antoja inconcebible sin cualquiera de ellos.

Si tuviese que establecer analogías literarias, diría lo siguiente: Chopin es la tragedia, Schumann la poesía lírica, Liszt la epopeya (no solo por el carácter épico de una buena parte de su opus, sino porque siempre parece estarnos "narrando" algo objetivo, externo a la música).

Chopin encontró. Schumann intuyó. Liszt buscó. Chopin es el más clásico de los románticos. Schumann el más romántico de los románticos. Liszt inventó el siglo XX, y bien puede ser tenido por el más rezagado de los modernos.

Chopin era un autista estético, incapaz de comprender nada que no fuese idéntico a él. Berlioz, Mendelssohn, Schumann, Liszt, Verdi y Wagner pasaron a su lado, y no supo reconocer, en la estrechez de su firmamento, la lluvia de cometas de que estaba siendo testigo.

Schumann y Liszt fueron, en cambio, la apertura misma: "leyeron" su siglo, y abrevaron de todas las fuentes que a ellos se ofrecieron. Schumann es imperfecto, trunco, fragmentario: un viñetista empeñado en soldar vastos edificios con lo que no eran sino epifanías, visiones beatíficas o galerías de pesadillas. Todo en él se disgrega y atomiza: ¡nadie puede hablar con Dios si no es por espacio de algunos benditos instantes! Como hubiera dicho Rimbaud: "Sus grandes visiones estrangulaban su palabra".

Liszt es un muralista: pintaba con brocha gorda y a grandes trazos: escenas de batalla, apoteosis, resurrecciones, inmensos frescos, y debe ser apreciado a la distancia: de cerca, las imperfecciones del detalle ofenderán a aquellos seres mezquinos que buscan el lunar en La victoria de Samotracia.

Chopin es el mimado de todos los públicos del mundo. ¿El más universal? Sin duda, pero más lo sería la Coca-cola light.

Schumann es un culto esotérico, y no hablará sino a aquellos que experimenten con él una afinidad profunda, entrañable -e inexplicable-.

Liszt, emblema de su época, ha debido pagar el tributo que se exige a todo emblema: obsolescerá lo que de su era obsolezca -no poco-, y a diferencia de Chopin, requerirá un conocimiento íntimo de su universo poético. Creo, con absoluta honestidad, que no es posible justipreciar a Liszt sin haber leído la Biblia, Dante, Shakespeare, Milton, Petrarca, Tasso, Schiller, Goethe, Byron, Lamartine, Lamennais, Lenau, Senancour, Victor Hugo, y Sainte-Beuve. Su música es divinamente impura. Y no olvidemos lo esencial: a diferencia de Chopin y Schumann, Franz Liszt era, en realidad, el nombre "genérico" de muchos compositores: el poeta, el acróbata circense, el místico, el contemplativo, el desatador profesional de tempestades, el pulverizador de teclados, el visionario, el alucinado, el asceta, el seductor, el pedagogo apostólico, el tsunami sexual... Su pecado más grande consistió en la hybris. ¿Quién podría reprochárselo? Su música es tan bella y tan fascinante su personalidad, que todo hemos de perdonárselo. Ego te absolvo, Franciscus.