Lo sublime, lo doméstico

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Corre el año de 1970. Es el bicentenario del nacimiento de Beethoven. Cada día, en el programa "Concierto del mediodía", la Radio Universidad de Costa Rica (entonces llamada Radio Universitaria) programaba un concierto, una sinfonía, una sonata, un cuarteto, bref, el opus completo del maestro. La familia entera oía la obra de turno, en el comedor, saloncito estrecho, apenas el espacio necesario para la mesa, las sillas, y una repisa. Así fui conociendo la obra de Beethoven. Asociada al bendito ritual del almuerzo. Guardábamos silencio. ¡Son tan nítidos, mis recuerdos! Cuando oí el Concierto en Do mayor, el caracoleo de las terceras descendentes del piano en el primer movimiento ¡me pareció tan juguetón! Menor impresión me causó -y sigue causándome- el Tercero: el tema del Allegro inicial se me antojaba demasiado severo y pesado. Fui de inmediato sensible al carácter titánico que la tonalidad de Do menor adquiría en manos de Beethoven, pero recuerdo haberme sentido más asustado, más avasallado que conmovido. Por el contrario, experimenté afinidad inmediata con el Cuarto. Papá me había preparado especialmente para el Emperador. Por supuesto que me gustó, pero ya mi preferencia se había decantado por el Concierto en Sol mayor: versión de Claudio Arrau y Bernard Haitink: es como si lo estuviera escuchando. Sigo siéndole fiel a la obra -y a la versión, por cierto-. El viejo Hoffman le acompañó este concierto muchas veces al gran pianista chileno. "El Cuarto de Beethoven y el Primero de Brahms eran las piezas de su vida. Después de haberlas tocado con él, he preferido no programarlas con ningún otro solista". Comprendo su sentir.

Luego las sinfonías: deslumbramiento instantáneo con la Novena. Ya para entonces el mundo de Beethoven me era familiar. Conocía su lenguaje, el perfil de sus temas. Todo me parecía colosal, el músculo del espíritu siempre tenso. Las sonatas me resultaron más abstractas, y los cuartetos de cuerda (que hoy en día considero su mejor música) sobrevolaron con mucho mis entendederas. Sin embargo, Serkin me marcó para siempre con la Apassionata, la Claro de luna y la Patética (era uno de los cuatro o cinco discos que teníamos en casa). La fuerza inusitada de aquella música me sobrecogía. Una vez más, como si la hubiera escuchado antes de oírla por vez primera. Un reconocer más que un conocer. Una especie de "reminiscencia", en el sentido socrático del término. No era música "bonita": en cierto sentido me daba miedo. Por poco diría que había algo satánico, obscuro, innombrable, en la introducción de la Patética, y los movimientos finales de la Appassionata y la Claro de luna.

Tenía yo siete años. Visualizaba la música, la textura, la "materia" de que estaba hecha, y sentía en ella una urdimbre infinita de delicadísimos filamentos, una trenza de hilos inextricables: la aparente unidad del haz de luz, del flujo sonoro. C´est comme si j´étais capable de l´effilocher. Aun una simple línea monódica me parecía algo complejo, discontinuo, longitudinalmente divisible. Estaba en silla de ruedas cuando oí por primera vez la obertura de Egmont. Encontraba en ella la reciedumbre de que mi cuerpo carecía. Siempre grande, Beethoven. La heroicidad. El himno triunfal con que termina la pieza: me ericé en aquel momento, sigo erizándome hoy en día. ¡Qué difícil se ha hecho, en nuestra época, cuando los intelectualillos de la postmodernidad (animados por su impotencia creativa, por su envidia, por su insensibilidad) quieren reducirlo todo a construcción y relativismo cultural, hablar de esencias, de arquetipos, de ideales de universalidad! Y sin embargo voy a servirme de las "palabrotas" en cuestión, y ello sin pedirle disculpas a nadie: si hay algo en lo que la música de Beethoven me hace pensar es en lo esencial humano... su mejor parte, por lo menos. Compositores quizás los hay capaces de mayor perfección (¿Bach, Mozart?): ninguno, empero, es tan universal.

Aprendí a amar a Beethoven en el ámbito familiar: en el más íntimo y sacramental de todos. He tocado su música con poca frecuencia (seis sonatas, el Tercero -¡irónicamente!- el Triple concierto y la Fantasía Coral). No es idiomático, no es anatómicamente confortable para mi mano, difícil en lo musical e intelectual, y ese terrible equilibrio, ese clasicismo, ese control dentro de la pasión que demanda del intérprete... ¿puede haber en el mundo algo más arduo? Romain Rolland decía que Beethoven era "clásico por formación, romántico por temperamento": bien formulado. La Apassionata y el Tercer Concierto me han deparado estruendosos aplausos. La sonata siempre lo hace, aun en manos de un mal pianista. El Tercero es más difícil. "Superb!" -me dijo Hoffman, volviendo precipitadamente al camerino, después de nuestra última llamada a escena, una noche memorable de 1999-. La pulsación rítmica del último movimiento hacía vibrar todo mi cuerpo. Le dictaba enérgicamente el tempo a la orquesta, que me seguía, solidaria, contagiada de mi ímpetu. Irreprimiblemente, alcé las manos en señal de triunfo, con los últimos acordes. La gente adoró el gesto por su espontaneidad. En efecto, fue el transporte del momento, no lo había calculado. ¡Ah, esta profesión mía, inmediatez y electricidad pura, la maravilla del instante, la epicidad, el cuerpo, eso que la literatura no podrá nunca darme!

Poco después de la integral Beethoven de la Radio Universidad de Costa Rica, Papá comenzó a comprarme discos: el Trío Archiduque (Gilels, Kogan, Rostropovitch); la Sinfonía Pastoral (Bruno Walter y la Orquesta de la NBC); el Triple Concierto (Oborin, Oistrakh, Knushevitsky, Malcolm Sargent al frente de la Orquesta Philharmonia); otras sonatas (¡siempre con Serkin!); la Kreutzer y la Primavera (¡bella, bella, bella versión de Rubinstein y Szering!) Me proporcionaron mi primer traje formal, y me empezaron a llevar al Teatro Nacional. El martes 19 de junio de 1972 oí a Sándor tocar el Concierto Emperador, con la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por su titular, el carismático Gerald Brown. Tres días más tarde, la Sonata Op. 111, la última del ciclo, en un recital memorable, donde Sándor estuvo a punto de traerse abajo, a punta de zurdazos, el candelabro del patio de lunetas. Nuevamente: Beethoven y la tonalidad de Do menor: estaban hechos el uno para la otra. Los amenazadores trinos de la mano izquierda que preparan el estallido del tema principal, al unísono... ¡cómo olvidarlo! Atlas cargando sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. Imborrable impresión. Mismo sentimiento de terror sagrado que me inspiraron la Quinta Sinfonía, la Sonata Patética y el Tercer Concierto para Piano, cuando los escuché en la radio. Justo dos días después (matinée dominical) conocí también a Schumann, una presencia fascinante en mi vida, un verdadero hermano del alma (Claude Frank con la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por un colombiano cuyo nombre me escapa). Semanas más tarde, nuevamente un domingo por la mañana, mi Papá me lleva a escuchar el Quinteto La trucha, de Schubert. Fue la primera vez que entré al Teatro Nacional por el vestíbulo, y no por las puertas laterales que dan acceso a la galería. La belleza arquitectónica del edificio, los mármoles, las pinturas, las escalinatas, el foyer... ojos desmesuradamente abiertos, boquiabierto, mi ser supo de inmediato que estaba en presencia de lo sagrado.

Fui formado exquisitamente. Sin haber nunca pertenecido a una clase social privilegiada, habiendo nacido en Hatillo y crecido en San Francisco de Dos Ríos en el seno de una familia austera, modesta, mis padres supieron educarme como a un príncipe. Una estrategia formidable para compensarme por las limitaciones de la enfermedad, y recanalizar las energías que no podía disipar físicamente. Esos almuerzos familiares, junto a la radio, en el bicentenario de Beethoven, marcaron para siempre mi destino. ¡Cada día, una sinfonía, un concierto, una sonata, un cuarteto, una obertura: la opera omnia! La comunión en el alimento, la comunión en la belleza. Se dirá que no era buena idea, usar la mejor música del mundo como digestivo... No lo hacíamos: la escuchábamos con devoción. Además, fuera de los fines de semana, Papá no tenía tiempo para guiarnos a través de este continente inmenso, inexplorado. Trabaja todo el día, y por las noches iba a estudiar a la Universidad de Costa Rica. Ya tarde, se sentaba al piano -diminuto, el cuartito que hacía las veces de estudio y biblioteca- y tocaba mientras nos ponían a dormir. Las sonatas Claro de luna y Patética, entre otras cosas. En cierto sentido -acaso en todos los sentidos imaginables- no es hiperbólico afirmar que a Beethoven le debo la vida. A él y a Papá.