Los señores de las finanzas de hoy

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Londres. En su libro Los señores de las finanzas , ganador del premio Pulitzer, el economista Liaquat Ahamad narra la historia de cómo, por su estricta adherencia al patrón de oro, los responsables de grandes bancos centrales “empujaron” al mundo a la bancarrota y dieron inicio a la Gran Depresión. En gran medida, los bancos centrales de hoy tienen en común otro supuesto del que apenas se duda: los beneficios de las políticas de flexibilidad monetaria. ¿Van en camino de llevar al planeta a la quiebra nuevamente?

La política monetaria ortodoxa ya no se rinde ante el patrón oro, que hizo que los bancos centrales de los años 20 erraran en el manejo de las tasas de interés y generaran la crisis económica global que acabó por sentar las condiciones para la Segunda Guerra Mundial. Pero, el periodo sin precedentes de políticas monetarias flexibles desde el comienzo de la crisis financiera de 2008 podría ser igual de problemático. De hecho, los efectos discernibles en los mercados financieros ya han sido enormes.

Los efectos de primera línea están claros. A los inversionistas institucionales les ha costado encontrar rendimientos positivos reales en cualquiera de las inversiones que tradicionalmente se habían considerado seguras. Por ejemplo, a las aseguradoras de vida no les ha resultado fácil alcanzar las tasas de rendimiento que garantizan. De acuerdo con un informe reciente de Swiss Re, si los bonos públicos se hubieran estado vendiendo a precios más cercanos a su “valor justo”, las aseguradoras de Norteamérica y Europa habrían ganado de $40.000 a $80.000 millones entre 2008 y 2013 (suponiendo una asignación típica de entre un 50% y un 60% a la renta fija). Para los fondos de pensiones públicos, un 1% de rendimiento adicional durante este periodo habría elevado la renta anual entre $40.000 y $50.000 millones.

Los inversionistas han respondido a los niveles de tasas de interés cercanas a cero con ajustes sin precedentes al modo en que asignan los activos. En la mayoría de los casos, han asumido mayores niveles de riesgo. En pocas palabras, han pasado a adoptar instrumentos de crédito más riesgosos, causando una compresión de los diferenciales de los bonos corporativos. Cuando los rendimientos de los papeles comerciales llegaban a sus niveles más bajos, los inversionistas pasaban a las acciones. Cerca de un 63% de los inversionistas institucionales globales elevaron su participación en las acciones de los mercados desarrollados en los seis meses anteriores a abril de 2015, de acuerdo con el reciente estudio de State Street, a pesar de que alrededor de un 60% espera una corrección del mercado de entre un 10% y un 20%.

Hasta los inversionistas más conservadores del mundo han asumido riesgos sin precedentes. Los fondos de pensiones públicas japoneses, entre los que se encuentran los mayores del planeta, han hecho bajar los bonos locales hasta niveles nunca antes vistos. Además de elevar sus inversiones en acciones y bonos extranjeros, han aumentado por quinto trimestre consecutivo sus carteras de valores locales.

Estas decisiones de inversión son comprensibles, teniendo en cuenta los deslucidos rendimientos de las inversiones de renta fija, pero el impacto secundario resultante podría acabar siendo devastador.

Sobreexposición

La tendencia al alza del mercado de valores ya lleva seis años. Incluso, tras la volatilidad de los mercados después de la crisis griega y la caída de la bolsa china, las valoraciones parecen ser altas. El índice S&P 500 ha superado los niveles previos a 2008, y las acciones de las compañías se transan en 18 veces sus ganancias.

En tanto continúen los vientos de cola de la flexibilización cuantitativa, el petróleo barato y los mayores flujos de entrada institucionales, podrían seguir elevándose los precios de las acciones, pero en algún punto habrá una corrección real del mercado. Y, cuando ocurra, los fondos de pensiones y las aseguradoras estarán más expuestos que nunca a la volatilidad de los mercados de valores.

Esta sobreexposición ocurre en tiempos que las tendencias demográficas van en contra de los fondos de pensiones. Un ejemplo es Alemania, donde un 20% de la población tiene más de 65 años y la cantidad de adultos en edad de trabajar se contraerá desde los cerca de 50 millones actuales a unos 34 millones para el año 2060. En los mercados emergentes, es probable que para el 2050 la expectativa de vida en rápido aumento y la fertilidad en descenso dupliquen la proporción de personas mayores de 60, aumentando en cerca de 500 millones la población que necesitará apoyo en sus años improductivos.

Si el efecto conjunto de pérdidas importantes en los mercados de valores y aumento de los coeficientes de dependencia hace que a los fondos de pensiones les resulte difícil cumplir sus obligaciones, los gobiernos tendrán que ofrecer sistemas de protección social... si es que pueden. La deuda pública como porcentaje del PIB global se ha elevado a un ritmo anual del 9,3% desde 2007.

En Europa, a modo de ejemplo, Grecia no es el único país que está endeudado hasta el cuello. En 2014, los niveles de deuda en la eurozona siguieron creciendo, hasta llegar a cerca de un 92% del PIB, el mayor desde el lanzamiento del euro en 1999. Si tanto las pensiones como los gobiernos no pueden financiar las necesidades de los adultos mayores, los países del continente podrían sufrir una mayor inestabilidad social, en lo que sería una versión más generalizada de la saga que se sufre en Grecia.

No hay duda de que los nuevos señores de las finanzas han alcanzado muchos de sus objetivos desde el comienzo de la crisis hace siete años. Sin embargo, cuando se produce una emergencia las medidas a gran escala siempre conllevan consecuencias imprevistas que esparcen las semillas de la siguiente crisis general. En vista de las últimas perturbaciones del mercado, la pregunta es hoy si esta ya ha comenzado.