Narices

Columna Embriaguez del Pensamiento

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¿Les dije ya que en el metro de París se ven cosas inusitadas? Apenas pasa un día sin que lo confirme.

Hoy, iba rumbo a Chȃtelet, cuando advertí, sentadas a mi lado, a dos muchachas comiendo crepas. Las degustaban con un brebaje azul, que igual podría ser un exótico cóctel, o Tronex. Ambas narices cubiertas por esparadrapo. Simétricas, manufacturadas “en serie”. Extensas manchas violáceas anillaban sus ojos de sombra, y bajaban sobre las mejillas. ¿Un infortunado encuentro con Mike Tyson, Carlos Monzón o Pistorius? No: el primero se hizo “a born again christian” después de violar a varias mujeres, arrancar orejas y aporrear a otros tantos tipos, el segundo ya se murió, y el tercero les hubiera regalado tres balazos: los golpes son para los rufianes sin clase, los agresores rústicos y primarios. Monzón estranguló a su esposa y la tiró desde el segundo piso de su casa. Pero igual, se murió en un accidente de tráfico, gozando de esa inmunidad concedida únicamente a los más corruptos políticos y a los héroes deportivos. Poetic justice -la habrían llamado los americanos-.

Simétricas en su percance, las pobres chicas. ¿Un accidente de tránsito con fractura simultánea del tabique nasal? ¿Un inusitado caso de somatización que se manifestó de idéntica manera? ¿Estaría la especie humana perdiendo la nariz, devenida innecesaria por designio de la evolución? Las narices, ¿se habrían emancipado de nuestros cuerpos, para asumir vida autónoma y convertirse en ciudadanas debidamente acreditadas por la ley?

No. Es cirugía “estética”. Para empezar, la palabra está mal empleada: ninguna cirugía es “estética” -ello es, a menos de que el médico sea un sádico que “estetice” los cortes histológicos y goce al ver la sangre, los tejidos sajados, los músculos expuestos. A lo sumo, una cirugía podría ser “estetizante” -esto es, “embellecedora”-. Y suele no serlo.

¿Se les caerían las narices, a las pobres muchachas, si les quitáramos el esparadrapo que las sostienen? Tentado me siento a preguntárselo. Recuerdo el cuento de Gogol “La nariz”. Sí: el mundo en manos de una nariz que deambula por las calles, entra a las oficinas públicas, dialoga con las personas.

La gente quiere ser bonita, tal parece. A toda costa. Sometiéndose a cualquier tormento que ello demande. Y bonita según los cánones muy bien pautados que le son impuestos. Prohibido ser feo. Inconstitucional. Violatorio de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Afrenta a la moral pública. Obsceno. Crimen de lesa humanidad. Sea bonito, o será multado, detenido por las autoridades, deportado o llevado a prisión. Silicona, botox, colágeno, emplastos y gelatinas de toda suerte. “¡Que se mueran los feos, que se mueran los feos, que se mueran toditos, toditos, toditos los feos!” -rezaba una canción de antaño, cuya perversidad hasta ahora alcanzo a comprender-.

Hemos establecido la fatídica ecuación: belleza = poder. Somos pura superficie, esto es, lo que percibimos en la dimensión fenoménica de la vida, lo que está “a la vista”. El totalitarismo de la mirada. ¡Acaso tuvo razón Santa Lucía, al arrancarse los ojos, antes que infligirle a los demás el infierno del mirar que cosifica, reduce, fragmenta, vacía al otro de lo esencial humano!

Ahí siguen las muchachas, hablando. En cada recodo del camino, y al vibrar el metro, sus trompas de gasa y esparadrapo -suerte de macabros antifaces- tiemblan y amenazan con desprenderse. Me siento francamente angustiado.

Sus voces son nasales, apretadas, constipadas. A lo pato Donald. Lucen tristes, enfermas. Porque lo están. Se han masacrado a sí mismas. Para satisfacer las veleidades de algún cretino que les habrá exigido la nariz de Greta Garbo para amarlas. O quizás las cretinas son ellas, que creen que su cuerpo es plastilina, y que su misión en la vida es, primordialmente, ornamental. Embellecer el paisaje, sí. Seres desprovistos de densidad ontológica: como una vasija de Limoges, un peluche, una matriushka, o un cromito. La escultura del propio cuerpo: parte de lo que Foucault llamaba “el cuidado de sí”, en el sentido narcisista, enfermizo del término.

El metro da un pequeño salto de potro cerrero. Y entonces sucede justamente lo que temí durante todo el trayecto. Me precipito hacia ellas.

“Muchachas: se les acaban de caer sus narices: ¿me permiten ayudarlas?”

“No se moleste señor: en casa tenemos una diferente para cada día de la semana”.

“Bueno, pues vayan con Dios, entonces”.