No esperemos una crisis

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La pérdida del grado de inversión para nuestra economía es un golpe anunciado y de graves consecuencias para todos.

Para el Gobierno, porque al percibirse más riesgosa la deuda del país, los inversionistas pedirán mayores intereses por la deuda pública. Y pagar más intereses le dejará menos recursos para financiar sus tareas.

La baja calificación también encarece la inversión financiera externa para los privados. Esto lleva a los ahorrantes a demandar más por sus recursos en el mercado local, y subirá el costo de endeudarse. Pagar mayores intereses para vivienda, consumo, y producción, tendrá como consecuencia menor oferta de empleo.

Sin embargo, el golpe en la calificación de riesgo no fue casual. Tiene una larga historia. Es bueno recordarla para tomar consciencia de lo difícil que es revertirla.

Las políticas de protección industrial, precios controlados, regulación de toda la actividad económica, Estado empresario y gastos fiscales sin sustento causaron un crecimiento insostenible de la deuda pública y la quiebra del sistema a inicios de los ochenta.

Fuimos exitosos en cambiar de rumbo. Pero ya a principios de los 90, faltó el apoyo de la oposición política para permitir que la modernización continuara con la aprobación del PAE III. La estabilidad fiscal era frágil y la inflación alta. Los gastos en educación, infraestructura, seguridad ciudadana eran insuficientes para que la productividad siguiera creciendo.

Propusimos resolver la falta de recursos fiscales y de inversión pública, abriendo a la inversión privada los monopolios de electricidad, telecomunicaciones y seguros. Se generarían ingresos públicos con la concesión de frecuencias para telefonía, y con la venta del INS, el BCR, Bicsa y Fanal. También concesionamos obras públicas.

A pesar de la aprobación de buena parte de esas medidas en la Concertación Nacional, no logré apoyo político para hacerlas realidad. Por eso convocamos a los exministros de Hacienda, quienes prepararon un proyecto de transformación fiscal.

Este tampoco fue aprobado. Pero las mejoras en cobrar los impuestos por las reformas al Código de Normas y Procedimientos Tributarios (1999) y la Ley de Simplificación Tributaria (2001), y la política restrictiva del gasto del presidente Abel Pacheco (2002- 2006) –que tuvo un costo en falta de infraestructura y de algunos servicios estatales– permitieron tener superávit fiscal en 2007.

Menos inversión

La situación fiscal se volvió a deteriorar a partir de 2008, cuando los gastos del Gobierno (sin incluir intereses) subieron de 11,8% a 13,5% del PIB. Y continuaron aumentando hasta 17,4% en 2010. Desde entonces se han mantenido a ese nivel. Ese aumento en el gasto no fue por más inversión, que siguió insuficiente, sino en planillas y transferencias corrientes.

Tampoco se aprobaron cambios en impuestos en las administraciones de Don Oscar y de Doña Laura.

Esta es la historia: aumentó el gasto público, pero no la inversión, y no han subido los tributos.

En el futuro, será más seria la situación por el aumento en los intereses al terminarse la política de estímulo monetario en países desarrollados y por nuestro mayor riesgo país.

El ajuste se producirá. Nosotros solo podemos escoger cómo. La disyuntiva es si ajustar consciente y ordenadamente, o esperar a que lo haga una crisis con enormes, e inaceptables, costos de empobrecimiento.

Dada la gravedad del problema y para concitar una coalición amplia de apoyo, necesitaremos cinco cosas: disminuir y controlar el gasto corriente, aumentar la eficiencia de la administración pública, mejorar el cobro de impuestos, aumentar la inversión pública y los impuestos.

En los primeros tres campos la acción debe ser del Gobierno en su día a día.

Y de su cumplimiento, como dijo en campaña el presidente Solís, dependerá su fuerza para convocar a los partidos políticos y a los sectores a dar apoyo a una reforma fiscal y administrativa que genere ingresos adicionales y cambios institucionales para una mayor inversión pública.

Lo necesitamos todo. Lo necesitamos pronto.