Obstáculo al desarrollo

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Todos los días, en nuestro país, ciudadanos de a pie, pequeñas y grandes empresas, costarricenses y extranjeros, realizamos trámites ante la Administración Pública.

El cumplimiento de nuestras metas personales –así sea un pequeño emprendimiento, una pulpería, una fábrica, o un condominio– depende de la voluntad del burocrático aparato estatal.

Según el tipo de proyecto o meta que deseamos alcanzar, así serán los requisitos que me pedirá el Estado para autorizarlo. Si no cumplimos, papá Estado nos negará el permiso y nuestro sueño se irá por un caño. Así, la mayoría de obstáculos a nuestra libertad nos son impuestos por ese conglomerado institucional.

Pero, ¿qué sucede cuando el Estado no nos dice de antemano cuáles son aquellos requisitos? ¿Qué hacer cuando nos pide nuevos requerimientos que no estaban previstos en la ley? ¿Por qué a pesar de que cumplimos, no nos da el permiso? ¿Desistimos por siempre de realizar nuestro proyecto? ¿Renunciamos a la libertad que nos garantiza la Constitución para hacerlo?

Estas son solo algunas de las interrogantes a las que se ha enfrentado cualquier ciudadano que haya pretendido emprender algún proyecto en este país. Esa incertidumbre que nos abriga tiene nombre y apellido: inseguridad jurídica.

La seguridad jurídica es el derecho que nos da la Constitución de saber a qué atenernos, de manera que podamos planificar con anticipación nuestros proyectos e intereses personales y adecuarlos a la ley. Esa seguridad presupone leyes y reglamentos claros que especifiquen cuáles son las reglas del juego. Si queremos abrir un comercio nuevo, el Estado nos debe decir qué requisitos obtener y abstenerse de pedir lo que no está previsto.

En el 2002, consciente de la maraña burocrática de la que era víctima el ciudadano, la Asamblea Legislativa aprobó la Ley No. 8220 Ley de Protección al Ciudadano del Exceso de Requisitos y Trámites Administrativos. Esta norma establece que las instituciones solo nos podrán solicitar, como condición para emprender nuestros propósitos, aquellos requisitos contenidos en una norma previamente aprobada y publicada en La Gaceta. Además, de transcurrir un plazo sin respuesta, la autorización debe entenderse como otorgada.

En síntesis, es una ley que obliga al Estado a promover el cumplimiento de los proyectos personales de todo ciudadano, en lugar de obstaculizarlos.

En el papel

A pesar de ser una norma vigente desde hace 15 años, el Estado parece ignorar su existencia, o cree que no le debe obediencia. Las instituciones públicas se han vuelto ciegas y sordas a esta ley. Incluso, se arrogan la potestad de modificar su contenido para fundamentar sus arbitrarias decisiones.

Se atreven a decir que la Ley 8220 no aplica para determinadas materias o instituciones, a pesar de que la Ley 8220 no excluye materias ni instituciones. Por esa razón, alegan que pueden exigir todos los requisitos que quieran, aunque no estén en la ley o un reglamento, y así evaden el cumplimiento de la norma.

Olvida la Administración que la Constitución solo le permite ejecutar y obedecer la ley. No puede cuestionarla, desaplicarla, ni mucho menos modificar sus alcances con el propósito de adecuarla a la ideología imperante o a los propósitos políticos del gobierno de turno. Por eso la Sala Constitucional ha entendido la seguridad jurídica como la garantía de la aplicación objetiva del derecho, porque nos protege de los vaivenes ideológicos y las percepciones subjetivas del funcionario público.

El margen de discreción con que cuenta la Administración para actuar en ciertos casos, no admite menosprecio a la letra y fines de la ley. Una vez promulgada y entrada en vigor, la ley no admite cuestionamientos, ni siquiera de la Administración Pública, llamada únicamente a obedecerla.

Es cierto que el contenido de una norma puede discrepar de nuestra noción de justicia. La ley puede ser injusta, ilógica u omisa, y son esas deficiencias las que a veces incitan a los funcionarios públicos a desaplicarla o matizarla para casos concretos. Pero es la ley. “Dura lex sed lex”.

Todos queremos que el derecho sea justo y perfecto siempre; pero en nuestro país, la ley es el resultado final por excelencia de la democracia; y la democracia, claro está, no es perfecta.

Si una ley es injusta, existen mecanismos para derogarla, modificarla o anularla; métodos que todos consentimos eran los adecuados hace casi 68 años. Pero no debe el Estado atribuirse ahora la potestad de modificarla por su propia mano cuando no le beneficia.

Cuando las entidades públicas desaplican total o parcialmente la ley, para adecuarla al propósito del gobierno o al sentir del funcionario, no solo se traiciona la división de poderes, sino que se compromete el derecho fundamental a la seguridad jurídica. Cuando la ley delimita la cancha, el ciudadano no solo conoce con antelación los requisitos que debe cumplir, sino que también puede anticipar la respuesta del Gobierno a sus peticiones. Lo más importante que nos debería dar la seguridad jurídica es la confianza de que las instituciones públicas respetarán el imperio de la ley, el Estado de Derecho.

Lastimosamente, miles de proyectos destinados al desarrollo socioeconómico de este país se engavetan todos los días en las oficinas públicas, gracias a la arbitrariedad de funcionarios de cargos medios, ciegos e irreverentes a la letra de la ley.

La seguridad jurídica es una garantía constitucional que debemos exigir de manera proactiva e inflexible. En un contexto como el nuestro, bajo la sumisión de un Estado tan peligrosamente poderoso, la seguridad jurídica es garantía de nuestra libertad.

El autor es abogado y labora en el bufete Artavia & Barrantes