Opinión: Apología del payaso

Como es de esperar, el payaso por lo general se mete en problemas que él mismo crea, y de los cuales busca escapar con la complicidad de quienes le ríen sus tonteras.

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Hay que reconocer que la imagen del payaso, aún en nuestros días, resulta esencial para la cultura de nuestras sociedades. Sus orígenes se ubican en la comedia romana y evolucionan a través del tiempo. El buen payaso improvisa en sus actos, pero descansa en rutinas cuidadosamente ensayadas: poses, palabras, gestos... De ahí que no haya consenso acerca de si el payaso es o se hace.

Grimaldi sentó las bases a inicios del siglo XIX, pasando por Bozo o los de rodeo, los que critican con alevosa picardía a sus reyes, o los que rescatan una sospechosa lágrima en el dolor inventado de sus muñecos.

Un detalle es su peculiar forma de vestir, que puede ser cómica y en ocasiones torpe, pero siempre distintiva de su público mediante el uso de elementos que permitan su identificación inmediata. Saca provecho de cualquier condición física, por grotesca que sea, y la explota con maestría.

Vamos, y no se crea que los payasos no estudian. Claro que dedican parte de su vida a andar caminos variados, a veces rectos, en ocasiones no tanto. Pero todos ellos terminan por llevar a los escenarios más inesperados. Escuelas las hay cuya esencia es la actuación, en tanto otras lo que premian son especiales habilidades del payaso, como la música, el malabarismo o la oratoria.

El payaso exitoso crea una reacción en su público, ya sea hablando a gritos, haciendo llorar, negando lo que acaba de ofrecer. Es un personaje cómico que a la vez resulta locuaz. Como es de esperar, por lo general se mete en problemas que él mismo crea, y de los cuales busca escapar con la complicidad de quienes le ríen sus tonteras, sobre la base de historias vestidas de heroísmo o bien de compasión.

En realidad, es fácil reconocer cuando estamos ante un buen payaso.