Opinión: ¿Fracasó el capitalismo?

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Hace cinco años, la agencia de calificaciones Standard & Poor’s mantuvo la calificación de grado de inversión “A” para Lehman Brothers hasta seis días antes de que colapsara. Moody’s esperó aún más: redujo la calificación de Lehman un día laborable antes de su derrumbe. ¿Cómo es posible que reputadas agencias de calificación –y bancos de inversión– se equivoquen tanto en sus evaluaciones?

Los reguladores, banqueros y agencias de calificación son en gran parte culpables de la crisis. Pero esta cuasidebacle no fue tanto un fracaso del capitalismo como un fracaso de la capacidad de los modelos económicos contemporáneos para comprender el rol y el funcionamiento de los mercados financieros –y, en términos más amplios, la inestabilidad– en las economías capitalistas.

Estos modelos apuntalaron, con supuesta base científica, decisiones de política e innovaciones financieras que aumentaron en gran medida las probabilidades –y tal vez tornaron inevitable– la peor crisis desde la Gran Depresión. Después del colapso de Lehman, el expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, declaró ante el Congreso estadounidense que había “encontrado un defecto” en la ideología que propone que el interés personal protegería a la sociedad contra los excesos del sistema financiero. Pero el daño ya estaba hecho.

El origen de esa doctrina puede encontrarse en la teoría económica dominante sobre las causas de la inestabilidad del precio de los activos, una teoría que para explicar las variaciones en el riesgo y el precio de los activos postula que el futuro se deriva mecánicamente del pasado. Los modelos mecánicos de los economistas contemporáneos implican que quienes participan en el mercado y buscan su propio interés no harán subir los precios de las viviendas y otros activos hasta niveles claramente excesivos en el período previo a la crisis. Por lo tanto, esas fluctuaciones excesivas han sido consideradas como síntomas de la irracionalidad de los actores del mercado.

Este supuesto erróneo –que las decisiones basadas en el interés propio puedan representarse adecuadamente con reglas mecánicas– apuntaló la creación de instrumentos financieros sintéticos y legitimó, sobre bases supuestamente científicas, su comercialización a fondos de pensión y otras instituciones financieras en todo el mundo. Sorprendentemente, las economías emergentes con mercados financieros relativamente menos desarrollados escaparon a muchas de las consecuencias más atroces de esas innovaciones.

Una creencia falaz

La confianza de los economistas contemporáneos en reglas mecánicas para entender los resultados económicos –e influir sobre ellos– se extiende también a la política macroeconómica y a menudo recurre a una autoridad –John Maynard Keynes– que hubiera rechazado ese enfoque. Keynes entendió pronto la falacia que implica aplicar esas reglas mecánicas. “Nos hemos sumergido en un enredo colosal”, previno, “nos equivocamos en el control de una delicada máquina, cuyo funcionamiento no comprendemos”.

En la teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, Keynes buscó proporcionar los motivos necesarios para generar confianza en la política fiscal expansionista como remedio para las economías capitalistas avanzadas contra la Gran Depresión. Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, sus sucesores desarrollaron una agenda mucho más ambiciosa. En vez de perseguir medidas para contrarrestar las fluctuaciones excesivas en la actividad económica, como la profunda contracción de la década de 1930, las llamadas políticas de estabilización se centraron en medidas que procuraban mantener el pleno empleo. Los modelos del “nuevo keynesianismo” que apuntalaban estas políticas suponían que el “verdadero” potencial –y con él, la “brecha del producto” que la política expansionista procura reducir para alcanzar el pleno empleo– podían medirse con precisión.

Sin embargo, para decirlo sin rodeos, creer que el economista puede especificar anticipada y completamente el comportamiento de los resultados agregados –y con ellos, el nivel potencial de actividad económica– es falaz. Las proyecciones implicadas por el modelo macroeconométrico de la Fed relacionadas con los tiempos y efectos de los estímulos económicos del 2008 sobre el empleo, que resultaron notablemente equivocadas, son un claro ejemplo.

Sin embargo, la corriente dominante en la profesión económica insiste en que esos modelos mecanicistas mantienen su validez. El economista y premio Nobel Paul Krugman, por ejemplo, afirma que “una estimación rápida e informal” sobre la base de “macroeconomía de libro de texto” indica que el estímulo fiscal estadounidense de $800.000 millones en 2009 debió haber sido tres veces mayor.

Claramente, necesitamos un nuevo libro de texto. La cuestión no es si el estímulo fiscal ayudó, o si un mayor estímulo hubiera ayudado más; la pregunta es si los responsables de las políticas deben confiar en cualquier modelo que suponga que el futuro se desprende mecánicamente del pasado. Por ejemplo, el colapso en el mercado inmobiliario que dejó a millones de propietarios estadounidenses con hipotecas superiores al valor de sus viviendas, no es parte de los modelos de los libros de texto, pero tornó imposibles los cálculos precisos del estímulo fiscal basado en ellos. El público desconfía mucho cuando se afirma que esos modelos proporcionan algún tipo de base científica para la política económica.

Pero renunciar a lo que Friedrich von Hayek llamó la “pretensión del conocimiento exacto” de los economistas no implica abandonar la posibilidad de que la teoría económica pueda informar la formulación de políticas. De hecho, reconocer el conocimiento siempre imperfecto por parte de los economistas, responsables de políticas y actores del mercado tiene implicaciones importantes para nuestra comprensión de la inestabilidad financiera y el rol del Estado en su mitigación.

Las variaciones en el precio de los activos no surgen porque los participantes en el mercado son irracionales, sino porque intentan sobrellevar su conocimiento siempre imperfecto del flujo futuro de beneficios derivado de proyectos de inversión alternativos. La inestabilidad de los mercados es, por lo tanto, integral a la forma en que las economías capitalistas asignan sus ahorros. En consecuencia, los responsables de políticas no deben intervenir porque cuenten con un conocimiento superior sobre el valor de los activos (de hecho, nadie lo tiene), sino porque los participantes del mercado en busca de beneficios no internalizan los enormes costos sociales asociados con las excesivas alzas y bajas de los precios.

Son esas excesivas fluctuaciones, no los desvíos respecto de algún imaginativo valor “verdadero” –ya sea de los activos o de la tasa de desempleo– aquello que, según Keynes, los responsables de las políticas debían procurar mitigar. A diferencia de sus sucesores, Keynes y Hayek entendieron que el conocimiento imperfecto y los cambios no rutinarios implican que las reglas de política, junto con las variables subyacentes a ellas, ganan y pierden relevancia en momentos que nadie puede anticipar.

Esa percepción parece haber regresado a la formulación de políticas en la tierra natal de Keynes. En palabras de Mervyn King, el exgobernador del Banco de Inglaterra, “nuestra comprensión de la economía es incompleta y evoluciona continuamente. [...] Describir la política monetaria en términos de una regla constante derivada de un modelo conocido de la economía es ignorar este proceso de aprendizaje”. Su sucesor, Mark Carney, ha llegado a personificar esta visión al evitar reglas fijas de política y favorecer una discreción limitada, basada en rangos orientativo para indicadores clave.

En vez de pretender alcanzar metas numéricas precisas, ya sea para la inflación o el desempleo, la formulación de políticas en este modo pretende reducir las fluctuaciones excesivas. Responde entonces a problemas reales, no a reglas y teorías (que estos problemas pueden haber tornado obsoletas). Si somos sinceros sobre las causas de la crisis del 2008 –y nos tomamos en serio la prevención de su repetición–, debemos aceptar los límites del análisis económico, para aprovechar aquello que sí puede ofrecernos.