Seguridad y billetera

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El reportaje de la anterior edición de EF, “La seguridad no entra en la billetera” (de la gente), podría verse como un análisis cultural sobre la incoherencia o divorcio entre lo vital o esencial, y lo importante, pero secundario.

¿Por qué? Porque la seguridad personal y familiar representa, dada su relación con el instinto de conservación, con la vida, la propiedad y la integridad física, el sentimiento primario de las personas. Se supone, entonces, que las personas están dispuestas a no escatimar esfuerzo o recursos en resguardo de este valor humano. De acuerdo con el reportaje citado, derivado de una encuesta realizada por la empresa Unimer, pareciera que no es así. Al menos desde el punto de vista financiero, la gente no está dispuesta a “gastar” o, mejor, a invertir lo suficiente en seguridad personal o familiar.

De esta incoherencia básica se desprenden otras conductas contradictorias, que pueden explicar las conclusiones de dicha encuesta, como sería la oposición, en el orden de la seguridad, entre los deberes del ciudadano y la exigencia de los derechos frente Estado; entre la solidaridad ciudadana (la seguridad es cosa de todos) o la responsabilidad cívica, y la libertad personal; entre el miedo que embarga a la gente ante la ola de violencia, y la adopción de medios razonables para defenderse; entre la percepción del auge de la criminalidad o de las conductas violentas, y la creencia, tan extensa, de que “a mí o a mi familia no nos pasará nada”.

Esta incoherencia o dicotomía entre la actitud de las personas y la violencia nos convierte en una sociedad indefensa, o bien, en una sociedad con la guardia baja frente al desafío más poderoso para nuestra convivencia, lo que no ocurre en los países más avanzados o en las comunidades más desarrolladas en esta materia, donde florece un vigoroso sentido de solidaridad social.

Estos comportamientos sociales ante la violencia y la delincuencia no deben, con todo, sumirnos en la desesperanza, pues encuentran su explicación en una sociedad que, lentamente, ha venido insertándose en los retos de la modernidad y de la globalización, que sobrepasan nuestra capacidad de reacción o de defensa.

Lo dicho se concentra en forma elocuente en los datos estadísticos suministrados por la encuesta. Cada uno de estos datos comprueba la incoherencia en que nos desenvolvemos y, por lo tanto, la urgencia de reaccionar. Ocho de cada diez costarricenses perciben el país como inseguro. Solo un 14% de los jefes de hogar entrevistados pagan sistemas de alarma y monitoreo privado. Solo un 15% contrata en su comunidad servicios de seguridad privada. La penetración de los seguros en el mercado es muy baja contra el robo de vehículos o un robo en su vivienda.

La mitad de los encuestados estima que el país no tiene capacidad para resolver el problema de la inseguridad ciudadana. Es una cifra muy elevada si, además del acoso de la delincuencia, se agrega la magnitud del ataque del narcotráfico, vinculado con la criminalidad.

Tenemos, entonces, un doble desafío: la debilidad del Estado frente a la inseguridad ciudadana y la escasa toma de conciencia y de solidaridad de la gente frente a sus deberes y responsabilidades en este campo. Esto quiere decir que si bien en estos meses se palpan algunos éxitos en la lucha contra la delincuencia, el Estado debe promover y realizar una campaña educativa o cultural con el propósito de convertir a los ciudadanos y a las familias en agentes activos y solidarios en pro de la seguridad ciudadana. Conciencia y responsabilidad cívica, más que la billetera.