“La ley cambia la realidad”: afirmó un ilustre abogado de este país, para referirse que las leyes ayudan a modificar los comportamientos de una ciudadanía. En efecto, esto sucede cuando la normativa habilita cambios de conducta en las personas que conviven en ciertos grupos sociales, tales como la familia o la empresa, una comunidad o un país. No obstante, las transformaciones que pueden generar las leyes tienen límites que están demarcados por la libertad humana, y muy especialmente por los valores individuales.
Así, por ejemplo, cuando en un cantón o provincia se demarcan ciclo vías y se regula su uso, no necesariamente es garantía que serán utilizadas por ciclistas, y mucho menos que la ciudadanía cambiará sus hábitos de traslado. Eso se debe en parte a la geografía del lugar, al clima de esa zona, a la saturación vehicular; pero también a la cultura de sus habitantes, a sus usos, costumbres, creencias y valores.
De manera análoga puede explicarse el comportamiento dentro de una organización. Aunque se emitan códigos de conducta y se regulen ciertos comportamientos, no es garantía de que sus trabajadores actuarán de acuerdo con esos valores. Paradójicamente, esa brecha entre los principios corporativos y los de los colaboradores son los que definen la eficiencia de las normas.
Intereses particulares vs bien común. A todo esto se puede añadir un grado de dificultad: el interés demagógico de quienes gobiernan. El deseo de complacer tendencias o modas del momento prevalece sobre la búsqueda genuina del bien de las personas. Por ejemplo, cuando promover una ciclo vía obedece a la conquista de votantes, pese a que se genere mayor caos vial. O cuando en una organización, publicitar valores tales como el respeto a la ecología, obedece exclusivamente a mejorar la imagen reputacional, pero no al afán de mejorar el medio ambiente.
Vistos estos ejemplos integralmente, amerita cuestionar la existencia o no de normas que promuevan incentivos fiscales para impulsar la compra de bicicletas, así como esperar que corruptas actúen rectamente por emprender campañas contra el soborno y el acoso.
En resumen, la ley puede ayudar a organizar ciertas actividades sociales, pero no siempre a crear un cambio auténtico en las personas. Quienes gobiernan ciudades y corporaciones deberían entonces cuestionarse si es más bien la realidad la que debería cambiar las leyes: “primero la vida y después la norma”.