Cabezas calientes

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Los acontecimientos de los últimos días dejan un sabor amargo. Se pueden sostener tesis diferentes, pero exagerar al calor de intensas emociones es peligroso.

Llamar a la venganza por fallos pasados en vez de discutir de filosofía judicial provoca actitudes de revancha, con ataques adicionales contra quienes en vez de argumentar pretenden castigar.

Denunciar golpes de Estado dramatiza la situación y legitima acciones autoritarias que podrían disfrazarse como aplicación del derecho.

La política se ha transformado en un ejercicio de expresión, no de reflexión. Para algunos se trata de dejar salir lo que sienten, descalificar al adversario y afirmar absolutos.

El juego de etiquetar lleva a la descalificación y al desconocimiento del interlocutor, lo que impide la conversación.

La expresión de sentimientos, sin pensar las consecuencias, puede incendiar el bosque. Nuestras palabras dejan huellas en la conciencia de los otros. La lucha de frases puede llevar al enfrentamiento y no al entendimiento, fruto este último de la sensatez y de la moderación.

Las redes sociales, con su potencial viral, hacen que la política expresiva contamine el debate público y que el afán etiquetador tome un papel preponderante.

El argumento moralizante o emocional sustituye al diálogo. Cuando se parte de la moral absoluta o de la verdad de mi identidad, hay poco espacio para la diferencia. Lo que sigue es la estigmatización y el rechazo de lo diferente, el no reconocimiento del interlocutor.

Sin embargo, el fenómeno es real y sus consecuencias institucionales también. Instituciones puestas en cuestión desde posiciones subjetivas y de manera permanente, tienen que reinventarse para asimilar la demanda expresiva y no asustarse ante ella.

El corazón debe permanecer tibio, no es posible excluir cierta pasión de la política; con la condición de que la cabeza no suba de temperatura y permanezca fría para medir las consecuencias de las palabras.