Columna Enfoques: Punitivismo populista

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El hacinamiento carcelario es una prueba del desborde de las pulsiones punitivas.

La búsqueda de soluciones rápidas y simplistas para la inseguridad ciudadana se encuentra en el origen de estos excesos.

La utilización de la seguridad como herramienta de la promesa electoral y del rating mediático ha llevado al crecimiento acelerado de los presos.

Es así como en 1995 teníamos 100 encarcelados por cada 100.000 habitantes, 209 en el 2004 y 314 el pasado diciembre. Nos acercamos peligrosamente a naciones con altas tasas de encarcelamiento como Cuba (510), Rusia (487), Bielorusia (438), Kazayistán (316) y EE. UU. (716).

Nuestras prisiones, con capacidad solo para 8.536 personas, albergan a 14.963 presos. Cada vez encarcelamos más gente por más largos periodos, con limitadas capacidades de reinserción.

Nuestra política penitenciaria se ejecuta con evidente violación de los derechos humanos, sin que ello sea imputable al Ministerio de Justicia, que se ha visto obligado a inflar las cárceles como producto del endurecimiento de las penas y otras medidas procesales como la prisión preventiva.

La raíz de ello radica en la adicción social a la punición con la creencia ingenua de que la represión erradica la delincuencia. El encerramiento es el último recurso frente a los crímenes violentos como el homicidio, la violación o el robo. Es necesario experimentar con nuevas alternativas de sanción para evitar la desproporción de los castigos.

El anuncio del uso de brazaletes electrónicos en el marco de medidas que mitiguen el frenesí punitivo de los últimos años es una buena noticia.

Oponerse a ello con argumentos autoritarios sobre la peligrosidad o utilizando tecnicismos procesales, revela una voluntad autoritaria en abierta contradicción con el espíritu constitucional que estipula claramente la protección de los derechos individuales, condición esencial para el funcionamiento de cualquier democracia.