Columna enfoques: Reforma educativa (II)

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¿Cuándo debe someterse a una organización a una reforma profunda?

Cuando sea incapaz de alcanzar los objetivos para los que fue creada, cuando sus costos excedan a los beneficios que brinda, o cuando las tendencias del contexto indiquen que se acerca a la obsolescencia.

Nuestro sistema educativo cumple dos de estas condiciones y está muy cerca de la tercera.

Según cifras publicadas, graduamos en el rango de edad y tiempo deseable apenas al 47,3% de los jóvenes elegibles. Nuestros empleadores se quejan de la escasez de candidatos calificados para los puestos que nuestra economía ofrece.

Hemos caído en la clasificación del índice compuesto de educación del Reporte de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas a la posición 13 en América Latina, pese a gastar, según se reporta, el 7,2% del PIB en educación.

Nuestros maestros no se encuentran satisfechos con su trabajo ni con las condiciones que se les ofrece para mejorar; y quien haya visitado las instalaciones de un colegio público –con pocas y notables excepciones– saben que el estado de la infraestructura es a veces deplorable y las facilidades higiénicas son un atentado contra la salud de los estudiantes.

La conectividad de las escuelas es pobre en velocidad y las instalaciones tecnológicas, con pocas excepciones, son apenas existentes y no conducen a los estudiantes a convertirse en aquellos “nativos digitales” que aspirábamos formar.

En lo académico hay otras deficiencias importantes en temas como la creatividad, la investigación, el aprendizaje eficaz de una segunda lengua y muchos más.

Pese a los enormes esfuerzos de algunas personas y al generoso presupuesto del sector, el sistema que hemos creado no funciona bien y el perjuicio lo sufrirán, principalmente, las próximas generaciones de costarricenses. Necesitamos una reforma educativa integral.

Cuanto antes mejor.