Editorial ¿Al fin?

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Tal parece que luego de meses de esperar la aprobación de la Secretaría Técnica Ambiental (Setena), los costarricenses podremos ver, en el segundo semestre del año entrante, el inicio de las obras para la ampliación de la Ruta 32 entre Río Frío de Sarapiquí y Moín de Limón, proyecto gestado con la cooperación del Gobierno de la República Popular China durante la administración de la presidenta Laura Chinchilla y anunciado desde octubre del 2011.

Han debido pasar cinco años para satisfacer lo que se supone es el último requisito, si no hay más atrasos causados por las expropiaciones todavía pendientes.

El suplicio que ha vivido el proyecto de la Ruta 32 no es algo nuevo en la historia vial de nuestro país. Prácticamente no hay obra de infraestructura reciente que no haya sufrido torturas similares: la Ruta 27 tardó tres décadas para concretarse y la remodelación y ampliación del Aeropuerto Internacional Juan Santamaría fue objeto de innumerables ataques políticos y jurídicos antes de iniciarse con retraso.

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Asimismo, la Terminal de Contenedores de Moín ha debido sobrellevar obstáculos y zancadillas de todo tipo para poder avanzar y la concesión de la ruta Sabana-San Ramón hubo de ser abortada ante la presión de algunos grupos políticos y sociales.

Hasta obras menores, como la nunca finalizada Circunvalación Norte, los pasos a nivel o la famosa y vergonzosa “platina”, parecen convertirse en un enigma ingenieril y legal de difícil solución para las autoridades del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT).

No puede sorprender entonces el decrépito estado de nuestras carreteras y otras obras de infraestructura, ni la caótica gestión del transporte en el Gran Área Metropolitana (GAM) y demás centros urbanos, lo cual pasa una cara factura a la capacidad para competir de nuestro sector productivo y, especialmente, a la calidad de vida de cientos de miles de costarricenses que día a día desperdician su tiempo y el de sus familias en sus congestionadas calles.

El interés politiquero de algunos grupos, la sospecha permanente detrás de toda iniciativa aunque justificada en algunos casos, la zancadilla reiterada entre empresas competidoras por contratos estatales, el entrabamiento de una frondosa burocracia que necesita excusar su existencia, la ya innegable incapacidad de las instituciones del sector, y el amarillismo con que algunos medios de prensa cubren las noticias, se confabulan para impedir cualquier atisbo de progreso.

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Debemos hacer un alto en el camino, concertar un acuerdo nacional y comprometernos a unir fuerzas para hacer avanzar una lista de proyectos prioritarios que nos saquen del atolladero en que nos encontramos, mientras se hacen las reformas institucionales necesarias para evitar que este estado de cosas continúe.

El desarrollo del transporte y la infraestructura nacional debe obedecer a un plan debidamente concebido y ejecutado y que trascienda gobiernos, pues hoy es claro que lo que ayer se utilizó para objetar alegremente como oposición, hoy se sufre como gobierno. El presidente Luis Guillermo Solís Rivera es un testigo de excepción de esa realidad.

Para ello es menester dejar de lado el prurito ideológico y aceptar, de una vez por todas, que para lograr el objetivo habrá que acudir, entre otros mecanismos, a la participación de la inversión privada, a legislación especial que acelere los procesos, y a una profunda reforma institucional.