Editorial: Un plan modesto

La pregunta es si debemos conformarnos con tan poco o si, más bien, es hora de reconocer la imperiosa necesidad de entrarle de lleno a reformas profundas que dinamicen el sector productivo e incentiven la inversión nacional y extranjera

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El pasado 11 de diciembre, el Presidente de la República y su ministra de Planificación y Desarrollo Económico dieron a conocer el Plan Nacional de Desarrollo y de Inversión Pública 2019-2022 (PNDIP); es decir, la hoja de ruta a la que el Gobierno echará mano en los próximos cuatro años para “generar un crecimiento económico inclusivo a nivel nacional y regional, en armonía con el ambiente, generando empleos de calidad, reduciendo la pobreza y la desigualdad”. Para ello, propone metas en los siguientes cinco indicadores: crecimiento económico, reducción del desempleo, reducción de la pobreza multidimensional, contención de la desigualdad y descarbonización.

A diferencia del plan presentado hace cuatro años por la administración Solís Rivera, el de Alvarado tiene metas más modestas, aunque también evidencia una perspectiva algo optimista.

En efecto, el plan proyecta un crecimiento económico de 3,4% para el 2019, entre 3,4 y 3,6% para el 2020, entre 3,5 y 3,8% para el 2021, y de al menos 3,3% para el año 2022. Esas cifras, si bien inferiores al promedio histórico (de alrededor de 4,5%), están muy por encima de las estimaciones proyectadas por analistas independientes y calificadoras internacionales. Los efectos de corto plazo de la reforma fiscal, la incertidumbre todavía imperante entre el empresariado nacional y un contexto internacional muy complejo, no dan pie para estar demasiado esperanzados.

Asimismo, el impacto que sobre ese crecimiento pueda tener la inversión en obra pública ya en marcha –aunque importante, necesaria y bienvenida–, podría estar sobreestimado, dado su poco peso relativo frente al tamaño de la economía nacional y la demostrada lentitud de los trámites gubernamentales para su concreción.

De igual modo, resulta poco probable una reducción significativa y sostenible del desempleo y de la pobreza con niveles de crecimiento tan reducidos como los proyectados, aún en su versión más positiva. Sin duda, los instrumentos de política para la intervención gubernamental son ya conocidos –como es el caso de los programas de Bilingüismo, Formación Técnica, Banca de Desarrollo, Bonos de Vivienda, Fonabe, Cen-Cinai, Avancemos, Red de Cuido y Puente al Desarrollo– y el efecto de la inversión social del Gobierno sobre la pobreza es particularmente cierto si se utiliza el índice de Pobreza Multidimensional y no el de Línea de Ingreso, pero es irrefutable que la generación de los empleos necesarios en términos de cantidad y calidad y su impacto directo sobre el bolsillo de los costarricenses –y por ende en los índices de pobreza–, solo será una realidad si se logra una verdadera reactivación de la economía, niveles mucho mayores de inversión (sobre todo privada) y tasas de crecimiento mucho más ambiciosas.

En el caso de la desigualdad, la propuesta del PNDIP se limita a detener su crecimiento pues, correctamente, se reconoce que sus causas son estructurales y que una reducción significativa según el índice de Gini solo será posible a largo plazo, ya que los factores determinantes tienen una relación directa con los estándares educativos y su vinculación con las capacidades demandadas por el mercado laboral. Finalmente, en descarbonización, se propone que para el 2022 la tasa de emisiones de dióxido de carbono decrezca en al menos 0,9%, propiciándose además una transformación de la matriz en el sector transporte con énfasis en la implementación del tren eléctrico de pasajeros y el tren limonense de carga, así como una sustitución paulatina de la flotilla vehicular de diesel a eléctrica.

En resumen, se trata de una propuesta modesta y moderada, ajustada a la realidad en que nos desenvolvemos y que tiene el mérito de recurrir a instrumentos de política en su mayoría adecuados, reconociendo la conveniencia, por ejemplo, de las alianzas público-privadas y de la incorporación a la OCDE, y alejándose de llamados a medidas proteccionistas o de intervencionismo excesivo, todo lo cual muestra un cambio positivo en el sesgo ideológico que imperó en el pasado gobierno. Igualmente, tiene el mérito de incorporar, por primera vez, el Plan de Inversión Pública al Plan Nacional de Desarrollo.

La pregunta, sin embargo, es si debemos conformarnos con tan poco o si, más bien, es hora de reconocer la imperiosa necesidad de entrarle de lleno a reformas profundas que dinamicen el sector productivo e incentiven la inversión nacional y extranjera; den formación adecuada a la fuerza de trabajo y la capaciten para los trabajos de hoy y del futuro; promuevan la competencia y eliminen monopolios públicos y privados, de manera que se reduzcan los costos de producir, se mejore la competitividad del país y se abarate el costo de la vida en especial para la gente de menores recursos; se racionalice y se dé sostenibilidad al régimen de seguridad social; se abarate el crédito; y se destrabe el anquilosado Estado costarricense.

Para salir adelante, el país debe poder crecer a tasas del 6% de manera sostenida. Eso es difícil de lograr en el corto plazo, pero si no iniciamos desde ahora la ejecución de una agenda agresiva de reformas sustanciales, tampoco podremos hacerlo en el futuro. Solo así será factible disminuir el desempleo, la pobreza y la desigualdad.