Fin de la comedia

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"Me dejaron la finca muy charraleada" -fue la primera gran proclama de Solís, tan pronto asumió el poder-. ¡Cielo santo, qué egregia ocurrencia! Hay tantas cosas incorrectas en una afirmación de esta naturaleza, que cuesta saber por dónde empezar a criticarla. En primerísimo lugar, es un plagio. José Figueres ya había usado esa por demás desafortunada metáfora al principio de su último mandato: "Gobernar Costa Rica es como administrar una finquita". La afirmación era ya incorrecta en 1970, con un Estado cuya complejidad tornaba la comparación de todo punto de vista inapropiada. Si esto era así en 1970, la jungla administrativa, burocrática y tramitológica en que Costa Rica se ha transformado en años recientes torna el símil "de la finca" completamente inexacto. Y si en efecto vivimos en una "finca charraleada", ¿qué se supone que somos? ¿Chanchos, gallinas, vacas, chayotes, cubaces? Porque esos suelen ser los residentes de una finca. Si además está "charraleada", es posible que también seamos maleza, yerbajos, rastrojos, broza, hojarasca... así que esa es la concepción que el Presidente tiene de sus ciudadanos.

Pero hay algo más. Algo que se ha constituido en un manierismo, en un automatismo político en nuestro país: asumir el poder atribuyendo absolutamente todos los problemas que urge resolver a la administración anterior. Fue, en esencia, el calumnioso informe "de los cien días": una lluvia de excremento sobre los dos gobiernos liberacionistas que precedieron a la providencial, mesiánica, luminosa ascensión al poder de Solís. Ni una sola de las infamias que en ese ponzoñoso discurso se dijeron ha sido probada. Y por supuesto, este presidente no tendrá la clase, ni la aristocracia, ni la entereza, ni la nobleza como para pedir disculpas por las cantaradas de materia fecal que arrojó sobre sus dos inmediatos predecesores. La cosa es muy simple: no tenía a la sazón -y sigue sin tenerlo- un programa de gobierno bien definido. Ganó la elección en virtud de un ricochet político, y se vio un buen día, como por mor de una kaffkiana, inexplicable metamorfosis, investido del oropel presidencial. Mientras lograba estructurar un discurso propositivo y constructivo, ganó tiempo dedicándose a enfangar las dos previas administraciones -en particular la de doña Laura Chinchilla-.

Pero el país no le aplaudió este gesto de mezquindad, cortina de humo proyectada para disimular la oquedad de ideas, el vacío conceptual, el terrible hecho de que no había propuestas que pudiesen ser anunciadas en ese primer, nefasto discurso. Huero como una nuez, el presidente se dedicó entonces a comprar tiempo pringando con su maledicencia a sus dos inmediatos predecesores. El país no le aprobó este reguero de materia fecal, y le dijo, en lo sustantivo: "Para un primer reporte pase, pero en el futuro esperamos proposiciones, no más denigraciones, diatribas y calumnias". No es tonto: entendió que tendría que asumir un tono radicalmente diferente en sus posteriores discursetes.

Facturar a los gobiernos anteriores por todos los males que aquejan al país es una pobre, triste, cobarde manera de asumir un mandato presidencial. Es lo que podríamos denominar "la indemnización retroactiva de la culpa". El gobierno en el poder se "indemniza" de todos sus posibles yerros, atribuyéndolos, a priori y prima facie, a las anteriores administraciones. ¡Un momento, señor: si el barco estaba en efecto torpedeado, y estábamos de toda suerte condenados a naufragar, eso significa que haber asumido la capitanía del navío haciéndonos creer que teníamos posibilidades de sobrevivencia fue una mentira, una estafa política! Usted debió de haber dicho: "Nos iremos a pique, porque las dos anteriores administraciones me dejaron el buque con cinco torpedos incrustados bajo la línea de flotación, pero mientras nos hundimos irremisiblemente, yo lideraré las maniobras para que nos ahoguemos más placenteramente".

Por otra parte, eso de no asumir responsabilidad por las grandes crisis nacionales y atribuirle el origen de todo cuanto anda mal en un país a los gobiernos anteriores es la más facilonga, indigna, socorrida, pusilánime manera de enfrentar los aprietos que hoy nos aquejan. Tal vez, entonces, doña Laura y don Óscar le habrían remitido toda la culpa de lo que no andaba bien en el país al pobre de don Abel Pacheco. Pero este, a su vez, podría decir que la culpa recae más bien sobre don Otilio Ulate. Y acaso Don Otilio Ulate aducirá haber heredado la crisis de Francisco Morazán. Este la hará rebotar sobre Alejandro de Macedonia, y el inmortal guerrero, por su parte, concluirá sosteniendo que la culpa de todo la tiene Hamurabi, quien 1 750 años antes de Cristo pudrió para siempre el ejercicio del poder político. Bien servidos quedamos todos, así pues. Busquemos un chivo expiatorio primal, original, arquetípico al que podamos culpar de todo, y eludir así ese sentir incómodo, abrumador, ingrato que llamamos "responsabilidad". Todos los asesinos del mundo han quedado "indemnizados" retroactivamente: fue Caín el culpable de todos los entuertos del mundo. No, no, las cosas no funcionan así, y lo que es más grave: el país lo entiende, el país no se come ya esos cuentos, y Solís haría bien en saberse, ya a estas alturas, suficientemente desenmascarado como para persistir en disparar basura hacia atrás, en lugar de asumir valientemente la responsabilidad de absolutamente todo cuanto, al día de hoy, está sucediendo en el país.

No: no somos una finca. No, no somos un charral. No: no somos todo lo que en un matorral hierve y pulula. No: no somos chanchos, gallinas ni chayotes. Y si persiste en achacar toda la disfuncionalidad de su gobierno a las malas decisiones del pasado, siquiera tenga la caballerosidad y la altura cordial como para reconocer, por otra parte, todos esos grandes logros que gobiernos anteriores consolidaron, esos sobre los que hoy Solís está encaramado, aunque su mezquindad jamás le permitiría reconocerlo. Tal parece que el mundo comienza con él y terminará con él, ¿no es cierto? Solís representa la más oblicua, retorcida, peligrosa forma de la vanidad, del narcisismo patológico. Ese que busca siempre el aplauso, los vítores, la corroboración del mundo. Toda su gestión presidencial puede resumirse en una sola, desesperada, desgarradora súplica: "¡Ámenme, quiéranme, apláudanme!"

Más "ticolindo" que presidente, más animador de programas de concursos que estadista, más personaje de farándula que verdadero guía político de un pueblo. Ahora hasta se auto-asigna un espacio de televisión en el canal estatal, para hacerse "cuestionar" por sus amigotes, esos que nunca serían realmente capaces de ofrecerle verdadera oposición ideológica. Triste, muy triste. Más aun: trágico, con no pocos ribetes humorísticos, también. Un presidente-vedette, un presidente "Mr Simpatía", un presidente que se querría campeón mundial de la popularidad. Y por supuesto, sucede lo inevitable en estos casos: cuanto más implora el aplauso de su pueblo, menos lo obtiene. Es que "ese que llaman pueblo" (Fabián Dobles) es todo menos tonto, y tiene un talento depuradísimo para desenmascarar impostores. Lo pueden engañar durante un par de meses, pero no ciertamente por espacio de cuatro años. Esta zarzuela se ha acabado. Fin del sainete, fin de la comedia: uno tras otro, comienzan ahora a caer los antifaces.

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NOTA: Jacques Sagot, pianista y escritor. Reconocido por su talento artístico a nivel nacional e internacional.