No hay salvadores

Decir yo soy el pueblo y el pueblo soy yo, revela un profundo narcisismo y es un sacrilegio contra el credo democrático

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La democracia es orfebrería, requiere de finos instrumentos y sensibilidad para construir con serenidad acuerdos posibles.

El interés general no es entidad metafísica que los sacerdotes populistas puedan interpretar desde el fundamentalismo. Alcanzar entendimientos requiere de destreza en la negociación e inteligencia emocional para leer a los otros y capacidad para leerse a sí mismo, identificando los obstáculos internos que podrían distorsionar la percepción de la objetividad, exige también que el político esté claro de la importancia de la cohesión social.

La democracia no es igualdad idílica, es fricción entre los ciudadanos en uso de sus libertades, sin asociaciones, sin partidos, no se rectifican las desigualdades. La intermediación de una prensa libre del acoso político es también una ruta para corregir las asimetrías.

Las instituciones de la democracia -reglas y normas- división de poderes, sufragio libre, garantías constitucionales, libertad de expresión y de asociación, son instrumentos de la orfebrería democrática, sin ellos el desorden, la democracia de la calle o la aclamación en la plaza de la Revolución sustituyen al demos en beneficio de los autócratas.

El pueblo no es una entidad homogénea ni puede encarnarse en herética religión política de una sola persona. Decir yo soy el pueblo y el pueblo soy yo, revela un profundo narcisismo y es un sacrilegio contra el credo democrático. El heresiarca Hugo Chávez se atrevió a decir: ¡Yo soy un pueblo, yo me siento encarnado en ustedes!. Si se es la encarnación del pueblo, cualquiera que se oponga al autócrata está contra el pueblo.

Yo el Supremo se transforma en el guía máximo de sus seguidores quienes olvidan sus derechos, abandonan su condición de ciudadanos y se entregan de manera incondicional al Caudillo, falso faro de un pueblo pasivo.

Los nuevos populistas rinden culto al Soberano, olvidando que este es un concepto para significar la soberanía del pueblo. El soberano no es un actor sino que representa la diversidad de los ciudadanos, unidos por el concepto de la igualdad política, no hay supremos sino ciudadanos iguales en derechos.

El demos es diverso y atravesado por tensiones y contradicciones, la división binaria entre los escuálidos de Hugo Chávez y el pueblo verdadero, entre ricos y pobres, entre corruptos y puros, entre nacionales auténticos y extranjeros, no es más que manipulación para hacer creer que un falso profeta vendrá a resolver armónicamente los agravios de todos .

La democracia es gobierno de las mayorías con respeto de los derechos de las minorías. Las libertades individuales y los derechos humanos no pueden ser negociados por ningún dictador, real o potencial, quien dibujará escenarios apocalípticos para brincarse la institucionalidad, disfrazado de vidente e intérprete de la voluntad popular.

La dictadura está a la vuelta de la esquina cuando los iluminados arraigan en el ánimo de la multitud y convencen, con la hechicería del discurso grandilocuente e inflamado, que todos los males pueden ser curados con la magia de la palabra engañosa de quien se auto elige para solucionar todos los agravios.

La gobernanza que proponen los autoritarios populistas se fundamenta en el culto a la patria que dicen representar de manera exclusiva, estigmatizando a sus oponentes como ilegítimos, presentando siempre a sus rivales como corruptos y antipatriotas.

Una de sus rutas preferidas es emprender la limpia de lo sucio (sus adversarios o los indiferentes). Purgas estalinistas, cuando los salvadores de la patria dicen encarnar al proletariado, o depuraciones patrióticas y xenofóbicas de los redentores de ultraderecha.

Los problemas no los resuelve una sola persona, el mundo y la vida social son complejos, se requiere de observación cuidadosa, de objetivos concretos y acciones específicas, la voluntad no es suficiente, es necesaria visión histórica. El hombre o la mujer providencial son engaños más peligrosos que las artimañas de los políticos tradicionales. El cambio por el cambio no es opción, es necesario tener claro el telos, el fin.

Las visiones simplistas del blanco y negro, ignorando los mil matices del gris, sirven a los falsos redentores para ocultar la complejidad y les resultan funcionales para polarizar las sociedades, lanzándolas por el camino del enfrentamiento. El error intelectual del reduccionismo conduce a la confrontación sin límites, el demagogo oportunista es promotor de la lucha de clases, sus discursos encendidos nunca toman en consideración las consecuencias de sus soluciones simplistas.

La relación de los autoritarios con la democracia directa y los referendos es ambigua. Por una parte, claman para que el pueblo se exprese directamente, sin representantes ni intermediarios; pero por otra, construyen el escenario de la consulta popular para que no exista incertidumbre sobre el resultado. El papel del pueblo no es participar en política, el llamado es para marcar la casilla escogida, diseñada arbitrariamente por el dictador.

Decía Rodolfo Cerdas que en ocasiones los pueblos llegan a no creer en nada pero son capaces de creer en cualquier cosa. La desilusión el desencanto, la indignación, la angustia de la pandemia llevan al agnosticismo político. El nihilismo resultante genera ansiedad y desesperación y se generan ilusiones en salvadores que prometen un mundo nuevo, edificado sobre las cenizas de la institucionalidad.

Los autodesignados redentores hacen política con la antipolítica y sus discursos encendidos llaman a levantar mundos nuevos, bajo la luz de falsas auroras que conducen a desastres. El Siglo XX nos enseñó sobre las trágicas consecuencias de las propuestas de hombres nuevos y de imperios de mil años. El camino de la destrucción para hacer del pasado tabla rasa lleva al sufrimiento y a la repetición de los desaguisados.

En días pasados Luis Mesalles, lúcidamente, nos advertía de los peligros de querer cambiarlo todo ya. Mesalles escogía la vía tica para las reformas ineludibles a que nos enfrentamos y advertía del peligro de escoger el cambio abrupto y sin dirección.

El autócrata opta por este último, quiere hacer las cosas a la brava, mientras que el demócrata sigue la ruta incremental, reformas parciales bien dirigidas. El “nadadito de perro”, como dice don Eduardo Lizano, requiere de paciencia y deja cicatrices de postergación, pero no produce catástrofes.

La solución no surge de promesas de salvación desmesuradas de mentirosos mesías, sino de renovar y rejuvenecer la institucionalidad ciudadana, de la participación verdadera de la ciudadanía y de la defensa inclaudicable de las garantías constitucionales.

La salida de los problemas actuales no surge de los delirios de iluminados, sino de una ciudadanía activa y reflexiva que salva a la democracia frente al desvarío autoritario.

No necesitamos salvadores, los ciudadanos activos son suficientes.

La relación de los autoritarios con la democracia directa y los referendos es ambigua. Por una parte, claman para que el pueblo se exprese directamente, sin representantes ni intermediarios; pero por otra, construyen el escenario de la consulta popular para que no exista incertidumbre sobre el resultado”.

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El autor es politólogo.