Rigores éticos

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La ética no es catálogo de prohibiciones, para ello están mandamientos y códigos penales. La ética es el arte del buen vivir, consejos para hacer el bien, no castigos por hacer el mal.

La rigidez principista ha transformado la ética en mandatos y prohibiciones absolutos que sobrevuelan como carceleros implacables, conciencias y comportamientos.

El principista es dogmático, sus principios no son navegadores para hacer el bien, sino límites infranqueables de sus verdades. Como moderno inquisidor anda buscando quien se aparta de las fronteras para denunciarlo como inmoral, incita a la delación y al castigo, a la vigilancia permanente para atrapar a los transgresores.

Nada me da más sospechas que quienes empiezan una discusión o conversación a partir de sus principios.

Tener principios es bueno, cuando estos inspiran, orientan, no limitan la argumentación concreta. Los principios son generales, la vida está compuesta de singularidades. La tarea ética consiste en poner ambos al lado del otro, sin imposiciones.

La argumentación no puede partir del absoluto, sino de lo concreto y de su relación con lo general. Pero cuando se define la realidad desde lo cerrado, desde la verdad total, la vida se transforma en una deducción y pierde toda la riqueza de su diversidad y pluralidad.

¿Relativismo? No, realismo. Como decía un autor, la teoría es gris, mas es verde el árbol de la vida. Los principios se explican a sí mismos, la vida siempre recurre a múltiples narrativas para explicarse, nada tiene su causa en sí, sino en las múltiples condiciones que le rodean. Unas son las cosas de la lógica y otras la lógica de las cosas.

Me asustan los que albergan todas las certezas, en religión, ecología, ciencia o política. La Verdad es madre de todas las monstruosidades, destruye la policromía de lo real e instituye el rigor (¿mortis?) como dictador implacable que elimina las singularidades, en nombre de la uniformidad del absoluto.