Los salones europeos y latinoamericanos de fin del siglo XIX fueron invadidos por el vals, un baile que tuvo su origen en danzas folclóricas de la región sur de Alemania y Austria. Esa danza más bien sencilla evolucionó hasta ser el baile de moda tanto en salones aristocráticos como en los más populares.
El compás en tres del vals tenía un fuerte acento en el primer tiempo y se bailaba con numerosos giros. Sin embargo, había perdido los saltos violentos y el elevamiento de la mujer, propio de las danzas populares y se había convertido en un baile más lento, que permitía que las parejas se enlazaran y evolucionaran a lo largo del salón, mostrándose de manera elegante. Uno de los compositores causantes del furor por este nuevo baile fue Johann Strauss hijo, compositor vienés, autor del famoso Danubio azul (1867).
El vals también estuvo en las obras sinfónicas de los compositores del siglo XIX. Tchaikovsky, Berlioz, Gounod y Wagner introdujeron valses en sus sinfonías y óperas. Y por supuesto, son famosos los valses para piano de Chopin y otros. Estas piezas, generalmente cortas y de dificultad media, fueron elemento fundamental de la enseñanza del piano de las jóvenes de las élites decimonónicas.
En América Latina, el vals también asimiló elementos de la música tradicional. Este vals más popular, de tradición oral, adoptó instrumentos musicales propios de la región. Así, se incorporan la mandolina, la guitarra y el cuatro, entre otros. Muchos de estos valses criollos son cantados y se inspiran en temas amorosos. Los valses venezolanos, colombianos, ecuatorianos y peruanos, por ejemplo, son parte fundamental de la música tradicional de esos países.
En Costa Rica encontramos valses de las dos tendencias. Julio Fonseca, por ejemplo, cuenta con varios que se pueden considerar música de salón. “Leda” es un ejemplo. Pero también encontramos el vals tradicional en Guanacaste, ejecutado por grupos de marimba, que pusieron a bailar a nuestros antepasados en los bailes o parrandas públicas.