Cuando se habla de un vino es frecuente encontrar expresiones como “aromas de fresas silvestres con notas de ciruela y menta, sobre un fondo especiado denotando su crianza”. ¿Dónde se originan todos estos descriptores si cuando probamos una uva, solo nos sabe a uva?
La explicación está en los tipos de aromas que podemos encontrar en el vino. Estos se dividen en primarios, secundarios y terciarios. Los primeros provienen directamente de la uva y corresponden a los aromas de frutas, flores, hierbas, minerales e incluso, en algunos casos, especias que encontramos en el vino. Cada tipo de uva tiene una gama de aromas primarios potenciales, y se expresan de manera diferente dependiendo de la zona donde está cultivada, del tipo de suelo, del clima existente en el lugar y de la cosecha. Me parece importante aclarar que estos aromas no son esencias agregadas al vino, ni se absorben del ambiente, estos se forman en la fruta durante su maduración, aunque no se perciben hasta que son liberados durante la fermentación, producto de la acción de las levaduras.
Los secundarios son los que se forman producto de la vinificación y la crianza en roble. Estos dependen del tipo de levaduras, de las condiciones en las que se desarrolla la fermentación, del tipo de barrica utilizado, entre otros factores. Son los aromas que recuerdan caramelo, vainilla, chocolate, especias, mantequilla, frutos secos, derivados de la pastelería y la panadería, ahumados y grafito, por ejemplo.
Por último, los terciarios son los que se forman durante la guarda en botella. Típicos descriptores de este grupo son miel, manzanilla, tabaco, trufa, sotobosque, cuero y torrefactos. Estos contribuyen a la complejidad del vino, transformándolo en una bebida cautivante.
Para aquellos preocupados por utilizar adecuadamente el lenguaje, en el mundo enológico es correcto utilizar la palabra buqué para referirnos al aroma de un vino, solo cuando estén presentes los tres grupos de aromas. Si este no es el caso, la palabra aroma es más que suficiente.