
Al ciudadano promedio de nuestra nación podría parecerle que el título de esta columna habla de dos conceptos como si fueran excluyentes, cuando en realidad hablamos de un solo grupo de personas.
Esto nos ocurre porque hemos sido condicionados a pensar en el liderazgo como una característica propia de los hombres, cuando en realidad el liderazgo en el mundo –si bien no está dividido por la mitad en términos prácticos– por capacidad bien podría estarlo.
Gracias a Incae y a Voces Vitales vimos esta semana, con estadísticas de estudios académicos muy serios, que las organizaciones que han entendido esta realidad y cuentan entre sus directivos y ejecutivos con un porcentaje relativamente alto de mujeres son más competitivas, más rentables, más creativas y mejor evaluadas en términos delcompromiso de sus colaboradores.
Discriminar contra el liderazgo femenino es entonces –por ignorancia o mala costumbre– reducir la capacidad de nuestras organizaciones e instituciones.
Ha llegado el momento de tomar este tema con seriedad y asegurarnos de: a) formar mucho más jóvenes mujeres –que hoy ya son mayoría en las universidades– en carreras que les permita aspirar de manera más clara a los puestos de dirección; b) actuar positivamente e incorporar un creciente número de mujeres a puestos de liderazgo público y privado, y c) quizás lo más importante, eliminar de nuestra idiosincrasia los estereotipos con que históricamente discriminamos o limitamos a las mujeres.
Ya tuvimos una mujer en la Presidencia; pero eso no basta. Ha sido un paso en la dirección correcta, uno que ahora debemos consolidar actuando para lograr que en la actual generación se sienten las bases para una verdadera equidad de género en todas nuestras actividades, organizaciones y espacios.
Seamos, como hemos sido en tantas cosas desde esta nación, ejemplo para la región y el mundo en este campo.