No deja de sorprender la frecuencia, y hasta el fervor, con que el público en general, los comunicadores y, desde luego, los políticos, se refieren a los microempresarios, sin tener ciertamente una idea de su realidad. No es un tema de que sean pobres, porque no lo son. Tampoco son faltos de educación, y mucho menos incultos. Y mucho menos están esperando que les regalen las cosas. Solo que no conocemos el mundo que les toca vivir. Veamos solo tres situaciones: acceder al crédito, completar trámites oficiales y administrar la dualidad hogar-negocio.
El acceso al crédito es, por cierto, solo una de las facetas que deben ser incorporadas en la dinámica de los microempresarios, si se les quiere ayudar. No puede ser el fin, ni mucho menos. No se trata tampoco de que sea crédito “barato”, si con ello se entiende una tasa de interés baja. Desde luego que el crédito puede explicar alguna parte del éxito, pero la experiencia demuestra que por sí solo no es solución (de hecho, hasta puede ser el fracaso).
El microcrédito sin garantías es casi la regla, y debe estar acompañado de condiciones adecuadas a su giro particular (no siempre mayor plazo es lo mejor), capacitación, seguimiento, disciplina de cobro, para citar algunos de los requisitos. Por eso sorprende cuando algunos ciudadanos hablan de que el microcrédito debe ser barato. No puede ser barato, si se presta como debe ser.
Uno de los ideales que con más frecuencia se invoca con relación a los microempresarios es que se alejen de su condición de informalidad. Pero hay que ver que la formalidad puede alcanzar costos realmente exagerados. Si para obtener la patente municipal debe completar dos y hasta tres viajes a la municipalidad, son horas en que el negocio posiblemente debe ser cerrado, porque el microempresario es una sola persona. Son horas sin venta, sin producción, sin atender proveedores. Ya no digamos si se trata de obtener permisos de salud, permisos para ampliar el pequeño taller o carnicería, trámites en la CCSS, trámites en Hacienda, y un prolongado etcétera que se traduce en costos adicionales.
No es ficción
Sin embargo, quizás la dimensión menos comprendida de los microempresarios, es la dualidad hogar-negocio. No se trata de una ficción sociológica ni una categoría estadística. Es pura y simple realidad. El flujo de caja es uno solo, que sirve para pagar al proveedor de galletas, al de los refrescos, al del pan y al de los embutidos. De ese mismo flujo sale el pago del patronato del chiquillo en la escuela, el libro de la muchacha de secundaria y los zapatos de ambos. Además, debe rendir para la comedera, para la hipoteca o los servicios públicos y, cuando es preciso, para extracción de una muela, o cuando es posible, para el parque de diversiones.
El microempresario no reclama subsidios, “tasas bajas” o espectaculares líneas de crédito que no logra desembolsar. Necesita que el aparato estatal comprenda su mundo, la urgencia de los trámites sencillos, baratos y una sola vez. El apoyo a este sector no se puede lograr desde un escritorio. Las necesidades de una pulpería en La Mora no son las mismas de una panadería en Los Guido ni de un tramo en el Mercado Central.
Los microempresarios son más vulnerables a la situación económica local o nacional: el negocio debe cerrarse por una semana si la dueña del salón de belleza se enferma, si el principal cliente es un supermercado que le amplía los plazos de pago de las facturas o si un creativo de la municipalidad autoriza en cinco días lo que pudo aprobar en dos horas.
Ojalá que cuando se intente diseñar herramientas que busquen apoyar a este sector, se aseguren las autoridades comprender primero este maravilloso mundo, en el campo, en vivo y a todo color.