C uando se ve el Proyecto Hidroeléctrico de Reventazón (PHR), la primera reacción es de orgullo y sorpresa. Hay cierta majestuosidad en una obra de esa magnitud en medio de nuestros bosques.
Impresionan su diseño, escala y la imaginación vuela: ¿cuántas toneladas de cemento se habrá vertido?, ¿cuánto habrá costado la perforación de semejantes túneles?, ¿cuánta gente habrá trabajado y a cuánta gente se abastecerá de electricidad? Y, por supuesto, ¿cuánto se habrá invertido en esta obra y cuánto costará la energía que en ella se produce?
El PHR es un logro importante. Desde la construcción de su más famosa predecesora, la Planta Hidroeléctrica de Arenal, no se construía en el país un proyecto de esta escala en términos de la obra misma, de las vías de acceso que la conectan con nuestro sistema de carreteras, de la inversión en una zona donde la infraestructura tiende a ser escasa, de sus torres de conexión con la red nacional de electricidad, y de ese nivel de inversión.
En esta edición de EF, autoridades del ICE y del proyecto explican cómo usaron su experiencia, capital humano, recursos financieros y capacidad de gestión para completar la magna obra. En buena hora el país ha demostrado la capacidad de hacer obras a gran escala, devolviéndonos un poco la esperanza de que será posible cerrar las enormes brechas de infraestructura que nos aquejan en carreteras, puentes y pasos a desnivel; en puertos y marinas; en ferrocarriles elevados, subterráneos y de superficie; en aeropuertos y en diversificar fuentes de energía.
Pero no todo ha estado bien.
El diseño es de alta calidad sin duda, pero para expertos en el tema, excesivo en inversiones que en un proyecto privado jamás se harían o se ejecutarían mucho más frugalmente, sobre todo en un país en que el precio de la electricidad se calcula sumando, a los costos directos e indirectos, un margen financiero. La inversión real superó por órdenes de magnitud el presupuesto original y sus costos financieros serán enormes y pagados por los usuarios.
Esto resulta así porque, al no haber un precio y nivel de inversión predefinidos con base en estándares internacionales, y al invertir sin restricciones, el ICE carece de sentido de frugalidad y eficiencia, lo que resulta en costos de generación, y los precios que de ellos se derivan, excesivamente altos.
El PHR, al que el ICE aun le quiere sumar otro megaproyecto hidroeléctrico –Diquís– nos hace inmensamente vulnerables al impacto del cambio climático –aún impredecible– pero de alto riesgo en una región bañada por dos océanos y expuesta a fenómenos extremos, como El Niño, La Niña, un creciente número de tormentas tropicales y sequías prolongadas. Además, como toda megaobra hidroeléctrica, la cantidad de cemento y combustibles utilizados, por ejemplo, hacen que la PHR tenga una enorme huella de carbono difícil –por no decir imposible– de compensar, lo que la hace ambientalmente cuestionable.
El hecho de que el ICE sea autónomo en la selección de proyectos, en su diseño, en la selección y negociación de su financiamiento, y que los desarrolle con su propio personal o con sociedades de sus exempleados, hacen que el proyecto genere electricidad que nos baja la competitividad y la capacidad de atraer inversiones.
El PHR es una obra impresionante. Pero lo sería mucho más si se hubiera construido con mayor eficiencia, diversificando el riesgo ante el cambio climático, respetando estándares internacionales de diseño e inversión por megavatio, generando energía a costos y precios competitivos y contando con el apoyo y asesoría de ingenieros y expertos independientes.
Así, bienvenida la capacidad de diseñar y ejecutar grandes obras. Ahora debemos aprender a hacerlas con la eficiencia, frugalidad y sentido estratégico que el país requiere.