Los bancos centrales son el chivo expiatorio

La gente debe entender que las autoridades monetarias son personas comunes y corrientes que hacen un trabajo difícil con herramientas limitadas en circunstancias complicadas

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La independencia de los bancos centrales está otra vez en las noticias. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump viene criticando duramente a la Reserva Federal por mantener tasas muy altas, y se dice que exploró la posibilidad de forzar la salida de su presidente Jerome Powell. En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdoðan despidió al gobernador del banco central; su reemplazante adoptó una política de marcada reducción de los tipos de interés. Y no son los únicos ejemplos de gobiernos populistas que en los últimos meses pusieron en la mira a los bancos centrales.

En teoría, la independencia de los bancos centrales implica que las autoridades monetarias tienen libertad para tomar decisiones impopulares pero necesarias (en particular en lo referido a combatir la inflación y los excesos financieros), ya que no tienen que presentarse a elecciones. Enfrentados a decisiones similares, los funcionarios electos siempre tendrán incentivos para adoptar una respuesta más blanda, cualesquiera sean los costos a más largo plazo. Para evitarlo, delegaron la intervención directa en asuntos monetarios y financieros a los bancos centrales, que tienen amplitud para elegir con qué medios cumplir los objetivos fijados por el establishment político.

Este sistema aumenta la confianza de los inversores en la estabilidad monetaria y financiera del país en cuestión; la recompensa por esa confianza (recompensa que se hace extensiva al establishment político) es que los inversores aceptarán tipos de interés más bajos por la deuda. En teoría, al país le aguarda un futuro venturoso, con inflación baja y un sector financiero estable.

Tras mostrarse eficaz en muchos países a partir de los ochenta, la independencia de los bancos centrales se convirtió en mantra de las autoridades en los noventa. Los banqueros centrales pasaron a ser figuras prestigiosas, cuyas declaraciones públicas (muchas veces elípticas o incluso incomprensibles) se tomaban como palabra santa. Por temor a una recaída en la alta inflación de principios de los ochenta, los políticos les dieron amplio margen y se abstuvieron en general de comentar públicamente sus acciones.

Pero ahora parece que tres acontecimientos han destruido este consenso en los países desarrollados. El primero fue la crisis financiera global de 2008, que hizo pensar que los bancos centrales se habían quedado dormidos al volante. Aunque después de eso consiguieron rodearse de un aura de poder todavía más grande organizando una respuesta eficaz a la crisis, desde entonces los políticos lamentaron tener que compartir escenario con estos salvadores elegidos por nadie.

En segundo lugar, desde la crisis, los bancos centrales han sido reiteradamente incapaces de alcanzar sus metas de inflación. Esto podría interpretarse como que no han hecho lo suficiente para estimular el crecimiento, pero la realidad es que no tienen medios que les permitan una mayor flexibilización monetaria, ni siquiera con herramientas no convencionales. Cualquier indicio de expansión monetaria parece alentar más la toma de riesgos financieros que la inversión real. De modo que los bancos centrales se han vuelto rehenes del aura que ayudaron a crearse. Cuando el público cree que las autoridades monetarias tienen superpoderes, los políticos preguntan por qué no los usan para cumplir con sus mandatos.

Transparencia

En tercer lugar, los últimos años muchos bancos centrales cambiaron su estrategia de comunicación, pasando de emitir declaraciones crípticas a una política de plena transparencia. Pero desde la crisis, muchos de sus pronósticos públicos en relación con el crecimiento y la inflación resultaron errados. Que tal vez fueran las mejores estimaciones del momento no convence a nadie: lo único que importa es que se equivocaron.

Esto los vuelve triplemente culpables a ojos de los políticos: no previnieron la crisis financiera, y eso no les supuso costo alguno; no están cumpliendo con su mandato ahora; y no parece que sepan más que cualquier vecino sobre la marcha de la economía.

No sorprende que los líderes populistas estén entre los críticos más furiosos de los bancos centrales. Los populistas creen que tienen un mandato emanado del “pueblo” para arrebatar el control de las instituciones a las “élites”, y no hay nada más elitista que unos sesudos doctores en economía que hablan en jerga y se reúnen periódicamente a puertas cerradas en lugares como Basilea, Suiza. Para un líder populista que teme que una recesión le desbarate la agenda y manche su imagen de infalibilidad, el banco central es el chivo expiatorio perfecto.

Los mercados se muestran curiosamente tolerantes a pesar de estos ataques. En otros tiempos hubieran reaccionado presionando al alza sobre los tipos de interés. Pero al parecer, los inversores concluyeron que las consecuencias deflacionarias de la incertidumbre creada por las acciones heterodoxas e impredecibles de los gobiernos populistas superan con creces cualquier daño a la independencia de los bancos centrales. Así que prefieren que estos den a los líderes populistas lo que quieren, no para sostener sus políticas “maravillosas”, sino para contrarrestar sus consecuencias adversas.

El mandato del banco central le exige flexibilizar la política monetaria en tiempos de crecimiento vacilante, incluso si es causado por las propias políticas del gobierno. Aunque sigue siendo una entidad autónoma, en la práctica se convierte en un seguidor dependiente. Puede ocurrir entonces que el gobierno se vea alentado a emprender políticas todavía más arriesgadas, dando por sentado que el banco central rescatará la economía si fuera necesario. Peor aún, los líderes populistas pueden convencerse erradamente de que el banco central tiene más capacidad para remediar los efectos económicos de sus errores políticos que la que realmente tiene. Esos malentendidos pueden ser muy problemáticos para la economía.

Además, las autoridades monetarias no están a salvo de la crítica pública. Saben que una imagen negativa daña la credibilidad del banco central y su capacidad para reunir fuerzas y actuar en el futuro. Conscientes de que si la economía flaquea todos les echarán la culpa, es totalmente comprensible que las autoridades monetarias tomen recaudos adicionales para protegerse de esa eventualidad. En el pasado, el costo hubiera sido más inflación en el mediano plazo; hoy el costo más probable es más inestabilidad financiera en el futuro. Claro que esta posibilidad tenderá a deprimir más los tipos de interés del mercado antes que elevarlos.

¿Qué pueden hacer los bancos centrales? Sobre todo, tienen que explicar su función a la opinión pública, y que no se trata simplemente de subir o bajar los tipos de interés a voluntad. Powell ha sido transparente en sus conferencias de prensa y en sus discursos, y ha sido honesto respecto de las incertidumbres que los bancos centrales tienen en relación con la economía.

Disipar la mística que rodea a los bancos centrales puede dejarlos vulnerables a ataques en lo inmediato, pero a la larga es lo mejor. Cuanto antes entienda la gente que las autoridades monetarias son personas comunes y corrientes que hacen un trabajo difícil con herramientas limitadas en circunstancias complicadas, menos esperará que la política monetaria corrija como por arte de magia los errores de los funcionarios electos.

Y en las condiciones actuales, puede que sea la mejor forma de independencia a la que pueden aspirar los bancos centrales.