Soteriología del amor

Columna Embriaguez del Pensamiento

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¡El príncipe azul! ¡El alma gemela! ¡La media naranja! ¡El pájaro azul de la felicidad! ¡El hombre o la mujer “que habían de venir”! ¡El ser providencial destinado desde siempre a conferirle sentido a mi existencia! ¡Ay, ay, ay: es tan estúpida la criatura humana! Nada tan absurdo como esta concepción jansenista del amor erótico: la Gracia, la Salvación tienen que provenir de un agente exógeno, sin él no tenemos recursos internos para forjar nuestra propia felicidad, así sea la vivencia del éxtasis supremo o la más discreta forma del bienestar.

Amor soteriológico, amor salvífico, donde el ser amado debe siempre hacer las veces de socorrista. Tácita admisión de impotencia, de menesterosidad y minusvalidez espirituales. Y de incompletud -que es lo que sugiere la metáfora de “la media naranja”-. Comprendo que dos seres que se aman puedan complementarse, pero no completarse. No, a menos de que adscribamos a la alegoría “del andrógino”, expuesta por Aristófanes en El banquete, de Platón, ustedes saben: los seres que alguna vez tuvieron dos cabezas, cuatro extremidades, y dos sexos, esos que, partidos por la mitad por los dioses, recorren el mundo en busca de su perdido hemisferio, y solo son felices cuando por fin lo encuentran: ¡la unidad restablecida!

La verdad es que nadie ni nada habrá de salvarme si no es ese ser que me mira todas las mañanas desde el fondo del espejo. La idealización, o mejor aun, la sacralización del amor erótico -moderno sucedáneo del dios fusilado por Nietzsche- no es otra cosa que una transferencia axiológica, la adecuación de la doctrina teológica de Jansenius a la esfera del amor “romántico”, del eros. En otras palabras, toda nuestra posibilidad de felicidad pende del gesto salvador de un ser amado que debemos aguardar deshojando, pétalo por pétalo, la pálida margarita de la esperanza.

Asumamos por un momento que el topos de la alimaña transfigurada en príncipe azul tuviese en efecto algún fundamento real: ¿a cuántos sapos viscosos y purulentos habría que besar antes de encontrar -y de ello nadie nos da garantía- al hombre o la mujer “de nuestros sueños”? ¿Están ustedes, queridos lectores, dispuestos a pasarse el resto de sus vidas besando batracios? Si tal es su proyecto, tomen las precauciones del caso, no vayan ustedes a emponzoñarse con las tóxicas sustancias que los bichos en cuestión suelen excretar tan pronto se sienten amenazados.

Pero esta es la concepción del amor que vende en el gran mercado de las emociones: romance, affaire, flechazo, enamoramiento, coup de foudre, pasión, en otras palabras, la masiva secreción hormonal que nos enajena -en el sentido estricto de la palabra, esto es, que nos torna ajenos a nosotros mismos-. El otro, el amor - solidaridad, el amor - dación, el amor - sacrificio, el amor - cáritas, carece de glamour y de poder de intoxicación: no es embriaguez sino conciencia, y la conciencia puede ser incómoda y dolorosa. El amor concupiscentiae ha desplazado completamente de nuestras almas al amor de benevolentiae (Pascal: Les Pensées).

Por lo que a mí atañe, no pienso esperar ni ir en pos de nada que no dormite desde siempre en el fondo de mi ser. Si no está ahí, no está en ningún lado.