Una tarde volvíamos Mamá y yo de la escuela. Seis años de edad. El bus revienta de gente. Ella lleva un vestido azul oscuro, bien acinturadito, zapatos de tacón y medias altas, transparentes. Era muy bonita, Mamá. El borde elástico de la medias se hunde en los muslos, ligeramente por encima de las rodillas, marcando la plenitud de la blanca carne. Mi recuerdo es más que vívido, fotográficamente exacto. Las miradas de las hienas que viajan con nosotros parecen imantadas por sus piernas. Si no para Mamá, que no parece inmutarse, el acoso es evidente para mí. “Carajito: ¡qué rica está su mama!” Lamento la ausencia de mi padre. Entonces me aboco a devolver mirada por mirada, severo, ceño fruncido. Por supuesto, no causo más que risa. A la violación virtual de mi madre se suma ahora mi humillación personal. Hago entonces lo único que podía hacer: llorar. No todas las lágrimas son iguales: el mío es el llanto de un niño-hombre, no el de un chiquillo mimado. Y los depredadores comprenden mi gesto: “Llévenla suave, que ya pusieron a llorar al carajito”. “Sí, va cabriadísimo el pobre, idiay, tiene razón, pónganse en su lugar, maes”. ¡Cuánta impotencia, la del niño! ¡Qué furia sin exutorio posible! ¡Qué indefensión, qué incapacidad para protegerse a sí mismo, a su propia mamá! Pudieron mis lágrimas lo que nunca hubieran podido hacer mis músculos. ¡Ah, la agresión a la mujer, y peor aun, a la mujer con su hijo! Seguimos igual.