A primera vista este personaje luce fuerte, enérgico, combativo, dotado de coraje, valor, arrojo, osadía, denuedo y equipado con las armas necesarias para afrontar cualquier lucha por fiera que sea.
No solo eso. También es, en apariencia, diáfano, intachable, sin mácula; ni siquiera tiene una abolladura, un rasguño o un raspón que atenten contra su imagen impoluta.
Como si fuera poco, tiene el aspecto de un caballero, un hidalgo de reconocida nobleza, un hombre distinguido, cortés, respetuoso, servicial, esforzado.
Todo un adalid, caudillo, general, dirigente, líder, paladín, héroe. Un campeador al mejor estilo de el Cid Ruy Díaz de Vivar.
Un caballero de verdad, no un loco, soñador, ingenuo, aventurero, enclenque y risible como don Quijote de la Mancha que peleaba contra gigantes y enemigos imaginarios, producto de su mente retorcida.
Mucho menos comparable con El caballero matón, del escritor mexicano Andrés Iduarte. Está muy lejos de ser un baladrón o un bravucón jactancioso.
Tiene un serio problema
Sin embargo, tiene un serio problema: carece de contenido. Está hueco, vacío, sin sustancia. En efecto, superfluo y superficial.
Cierto, se hace oír, tiene voz, pero no es más que parloteo, verborrea y cháchara pues es pura y llana chatarra, un cascarón. No pasa de envoltura, imagen, apariencia.
Lo conocí en marzo del 2015, en las 104 páginas de la fábula El caballero inexistente, de Italo Calvino —publicado por Ediciones Siruela—, y desde entonces me dije que Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerio y Fez representaría siempre el tipo de personaje a quien nunca le daría mi voto en una elección presidencial.
Agilulfo, según esta historia publicada en 1959 y que forma parte de una trilogía junto con El vizconde demediado y El barón rampante no es más que una armadura de la que sale una voz metálica pues en su interior no hay nadie, ninguna persona de carne y hueso.
Esa falta de contenido queda en evidencia cuando el rey franco Carlomagno le ordena al caballero que levante la celada del yelmo para ver su rostro. "¡Y ahora esto! —exclamó el emperador—. ¡Entonces tenemos entre nuestras filas un caballero que no existe!"
Parece real, pero no. Es fachada, forma, estampa, porte, exterioridad, aspecto, pretensión, fingimiento; en dos palabras: una pose.
Agilulfo, el caballero inexistente, y quienes son como él, faltos de contenido, no merecen que se les confíen las riendas de un país. Yo no votaría por él.