¿Mantendrá Occidente su compromiso con el orden internacional basado en reglas cuando no sea él quien las dicte? Es una de las preguntas más intrigantes para las próximas dos décadas.
Si existe un principio capaz de unir a los votantes, los responsables de las políticas, los políticos y los medios en todo Occidente es el que sostiene que las reglas son importantes para casi todo lo demás. Desde hace mucho la falta de respeto por las normas comunes ha generado un intenso enojo y respuestas enérgicas.
Pensemos en el Reino Unido, donde el carisma salvaje del primer ministro Boris Johnson le permitió conseguir el poder y retenerlo, para redibujar verdaderamente el mapa político del país. Hasta hace poco la aprobación que le brindaba el público logró resistir floridas muestras de incompetencia, una creciente cantidad de muertes por la pandemia, y la recesión económica. Pero el apoyo de Johnson finalmente se está desangrando por un motivo simple: tanto él como su gobierno llevaron demasiado lejos su desprecio por las reglas. Cuando se supo que hubo una fiesta de Navidad el año pasado en el 10 de la calle Downing (la residencia del primer ministro) mientras el resto del país estaba en cuarentena, la reputación de Johnson sufrió más que por cualquier otro de sus escándalos y transgresiones.
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En el ámbito internacional, los gobiernos occidentales condenan rutinariamente a sus pares cuando rompen las reglas. Rusia, por ejemplo, recibió reprimendas por anexar Crimea, por sus reiterados ciberataques en otros países y por los ataques físicos a disidentes rusos en el extranjero. China también fue tildada como uno de los principales transgresores.
Tal vez el presidente estadounidense Joe Biden no esté de acuerdo con gran parte de lo que dijo o hizo su predecesor, pero mantiene una sorprendente continuidad en la caracterización de China que planteó el gobierno de Trump, considerándola una amenaza mundial que roba propiedad intelectual, mantiene subsidios ilegales, permite una corrupción rampante y está llevando adelante un genocidio.
Sin embargo, en las próximas décadas la mayor amenaza para el mundo no será la China que rompe las reglas, sino la China que las define. La creciente influencia china sobre las normas, estándares y convenciones internacionales es revolucionaria. Durante siglos las potencias occidentales dieron por sentado que son ellas quienes fijan las normas para el mundo e influyen masivamente sobre las políticas de otros países a través del «consenso de Washington», el «efecto Bruselas» y otros canales.
El consenso de Washington, término acuñado en 1989 por el economista John Williamson, se refiere actualmente en términos amplios a las políticas económicas basadas en el mercado y un papel estatal limitado. Durante décadas, este enfoque liberal occidental apuntaló el trabajo del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, ya que se lo consideraba una receta universal para el buen gobierno y la prosperidad.
El efecto Bruselas es de creación más reciente: fue popularizado por la académica Anu Bradford para describir el impacto mundial de las políticas regulatorias de la Unión Europea. Las normas de la UE que rigen la privacidad de la información, la seguridad de los productos, los organismos genéticamente modificados, los derechos sexuales y otras cuestiones tienden a ser adoptadas como algo natural por las corporaciones multinacionales y otros países que desean acceder al gigantesco mercado único europeo.
Durante la última década, sin embargo, el consenso de libre mercado de Washington fue desafiado por el «consenso de Pekín», basado en una globalización gestionada, políticas industriales y capitalismo de Estado, mientras que el efecto de Bruselas se topó con un posible «efecto Pekín»: las normas chinas para la exportación de tecnología a través de su «Ruta de la Seda Digital».
Además, muchos organismos de fijación de normas que alguna vez apuntalaron el predominio europeo y estadounidense tienen ahora líderes chinos. Entre ellos están (o estuvieron) la Unión Internacional de Telecomunicaciones, la Organización Internacional de Normalización y la Comisión Electrotécnica Internacional.
China está preparada para fijar las normas para las tecnologías que se están desarrollando rápidamente, como la inteligencia artificial y la robótica; y la infraestructura tecnológica de las empresas chinas —construida según las normas chinas— se propagó hacia muchos países.
Como afirma Bradford, el efecto Pekín, aunque funciona de manera diferente al efecto Bruselas, tiene de todas formas consecuencias de gran alcance. Y a medida que China se convierte en un socio comercial cada vez más grande de más países, su influencia mundial seguirá aumentando.
Que el compromiso de Occidente con las reglas se mantenga o no se convirtió entonces en una pregunta urgente. ¿Qué pasará si ese compromiso en realidad estaba más relacionado con el poder que otorgaba que con los principios subyacentes que defendía? ¿Respetarían los europeos estadounidenses un orden mundial basado en normas que siguiera el «pensamiento de Xi Jinping» en vez de las ideas de los pensadores de la ilustración occidental? Son muchos quienes en China, Rusia y otros países suponen que no lo haríamos, y consideran que eso demuestra que nuestro compromiso es simplemente un medio para lograr nuestros fines.
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Para mantenerse a la vanguardia algunos gobiernos occidentales comenzaron a repensar el esquema del orden basado en normas. Se habla de abandonar las instituciones universales y mundiales para pasar a un nuevo acuerdo basado en normas fijadas al interior de clubes que coinciden en su forma de pensar.
La UE, por ejemplo, mantiene actualmente un debate sobre su «soberanía estratégica» en el que reconoce que si actúa como un bloque único podría tener suficiente influencia como para mantener el orden liberal basado en normas para sí misma y quienes estuvieran dispuestos a participar en él. La alternativa es someterse a los desafíos iliberales de Xi, del presidente ruso Vladímir Putin, o un regreso al trumpismo en EE. UU.
Se percibe un cambio similar del otro lado del Atlántico, donde el gobierno de Biden pasó de apoyar a las instituciones mundiales a imaginar un nuevo tipo de orden basado en normas que incluya a las democracias del mundo. La reciente Cumbre de la Democracia organizada por la Casa Blanca se podría entender como el arquetipo del funcionamiento de este nuevo orden.
Queda por verse como se ajustarían las potencias pequeñas a este cambio de situación. Podemos encontrar un indicio sorprendente en la Revisión Integrada de Seguridad, Defensa, Desarrollo y Política Exterior propuesta por el gobierno de Johnson en marzo de 2021. Llega a la conclusión de que «defender el statu quo no será suficiente en la próxima década» y postula un enfoque más dinámico que el de simplemente «mantener el sistema internacional basado en normas posterior a la Guerra Fría».
Las luchas que definirán el siglo XXI estarán relacionadas con quién tendrá el poder de fijar las normas. Actualmente, podría ser cualquiera.
El autor es director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores y autor de The Age of Unpeace: How Connectivity Causes Conflict [La era sin paz: los conflictos de la conectividad] (Bantam Press, 2021).