Las nuevas generaciones de votantes en Costa Rica, particularmente millennials y centennials, habitan una paradoja: están más expuestas que nunca a la información política y social, pero al mismo tiempo se sienten más distantes del sistema institucional que las debería representar. Crecieron en un ecosistema digital donde la opinión circula a gran velocidad, pero no por ello se sienten más interpeladas por la democracia formal. Por el contrario, buena parte de ellas considera que su participación no tiene un impacto real, y eso las aleja del voto, de los partidos y del discurso político tradicional.
Los datos de la investigación realizada por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales(Flacso) y el Instituto de Formación y Estudios en Democracia (IFED) en 2023 son elocuentes: las personas entre 18 y 34 años concentran el grupo clasificado como “apáticos y desinteresados”, caracterizado por bajo interés en la política, escasa confianza en las instituciones y altos niveles de abstencionismo. Pero no es una apatía vacía, sino una desafección construida: es el resultado de un sistema que no ha sabido renovar sus códigos ni abrir espacios genuinos para estas juventudes que enfrenan brechas de acceso a las oportunidades.
Lo que sí se refleja de manera estadísticamente significativa en los datos es que la mayor educación explica la importancia otorgada a vivir en un régimen democrático. Personas con educación primaria y quienes poseen solo educación secundaria no consideran importante vivir en un país democrático. El factor educativo, en este sentido, requiere de especial atención, pues las nuevas generaciones están sufriendo un serio rezago en cuanto a calidad y permanencia del sistema educativo, lo que en el mediano plazo podría mostrar una tendencia aún más alarmante.

No son como sus padres, y mucho menos como sus abuelos
La juventud costarricense actual se diferencia de las generaciones anteriores en su forma de entender y practicar la ciudadanía. Ya no se moviliza en torno a grandes partidos ni relatos ideológicos. No tiene como referente la guerra del 48, no experimentaron una Reforma Social, ni un bipartidismo al que pertenecer. Su socialización política ocurrió en medio de escándalos de corrupción, gobiernos fragmentados, polarización digital y una creciente precariedad económica.
A diferencia de quienes hoy tienen entre 35 y 54 años —los “demócratas convencidos” según el estudio—, los votantes jóvenes muestran una menor identificación con la democracia como forma de vida. Valoran la libertad y la igualdad, pero no necesariamente creen que la institucionalidad vigente sea capaz de garantizar esos principios. Esto no significa que sean antidemocráticos, sino que no se sienten parte del contrato.
Sin embargo, el comportamiento de las personas con educación secundaria, cuya participación es incluso menor que la de aquellas con educación primaria, plantea interrogantes importantes. Este fenómeno podría reflejar la existencia de barreras específicas o desencantos que afectan a este grupo particular, lo que subraya la necesidad de investigaciones más detalladas para comprender las dinámicas subyacentes y cómo fomentar una participación más amplia y representativa en todos los niveles educativos.
La política no les habla, y cuando lo hace, no les interesa
Uno de los mayores retos que enfrenta el sistema político costarricense es su desconexión con los lenguajes y prioridades juveniles. Las campañas electorales siguen apelando a formas tradicionales de persuasión, centradas en figuras masculinas, promesas vacías o moralismos anacrónicos. Frente a eso, muchos jóvenes optan por el silencio o la indiferencia electoral.
No obstante, esa desconexión también es una oportunidad: si se quiere revitalizar la democracia, es imprescindible crear formas de comunicación y participación que hagan sentido a las juventudes. No se trata solo de abrirles espacio en listas o en redes sociales, sino de replantear las estructuras mismas de representación, deliberación y toma de decisiones.
No ignoran al país: simplemente ya no creen que el país los escuche
Lejos de ser indiferentes, muchos jóvenes se sienten profundamente afectados por la situación del país. La inseguridad, el desempleo, la desigualdad, el costo de vida, la salud mental o la crisis climática están presentes en sus discursos. Pero su lectura es clara: sienten que el sistema no tiene respuestas para ellos. Esa sensación de exclusión estructural los lleva a replegarse en el ámbito privado o en causas puntuales que les generan sentido de comunidad.
Cuando encuentran una causa que los interpela, pueden ser intensamente activos: marchan, se organizan, denuncian. Pero esa participación suele ser efímera y desvinculada de las estructuras políticas tradicionales. No es falta de interés: es falta de canales legítimos.
Del activismo en la calle a la reacción en redes: la participación ya no es lo que era
A lo largo de las últimas décadas, la participación juvenil ha transitado de la militancia organizada hacia formas más fluidas, emocionales e intermitentes. El activismo actual pasa por redes sociales, microcausas, boicots digitales o hashtags. La inmediatez y la sobreinformación han transformado la forma en que se construye la identidad política.
Eso no implica que sea menos válida, pero sí plantea un reto para los mecanismos tradicionales de la democracia representativa. ¿Cómo se representan intereses tan fragmentados? ¿Cómo se construye una agenda común en medio de la hiperpersonalización?
El siguiente gráfico muestra un patrón claro: aunque los centennials y millennials son quienes más se informan por medios digitales, esta práctica está fuertemente mediada por el nivel educativo. Entre quienes tienen solo primaria, apenas el 38% de los centennials dice informarse por medios digitales, mientras que entre quienes tienen educación universitaria, esa cifra sube al 73%. Esto revela que la brecha digital no es solo generacional, sino también educativa. En otras palabras, estar conectado no garantiza estar informado, y mucho menos participar políticamente. La alfabetización digital no reemplaza la formación cívica, y sin esta última, la participación democrática corre el riesgo de quedarse en la superficie.
¿Por qué no se organizan? Porque nadie les enseñó cómo hacerlo en democracia
La cultura política no es espontánea. Se aprende, se cultiva, se transmite. Y eso no está ocurriendo. La educación cívica en Costa Rica ha sido, por años, memorística y desvinculada de la realidad. Los espacios de participación juvenil son escasos o simbólicos, y la experiencia cotidiana de las personas jóvenes en las instituciones es más bien de exclusión, burocracia o adultocentrismo.
El resultado es una generación que no ha sido formada para la acción política colectiva, que desconfía del sistema, pero tampoco cuenta con las herramientas para transformarlo desde dentro. Sin educación cívica activa y sin espacios de aprendizaje democrático, es difícil que emerjan liderazgos juveniles consistentes.
La apatía juvenil es el síntoma de un sistema que dejó de renovarse
No son las juventudes las que fallan: es el sistema el que no ha sabido adaptarse. La aparente indiferencia de los votantes jóvenes es una forma de protesta silenciosa, una señal de agotamiento de los mecanismos tradicionales de representación. Si no se toman medidas para renovar la democracia, lo que hoy es apatía puede convertirse en ruptura. El sistema educativo muestra su potencial como un socializador de los valores y el apego democrático, por lo que atender el deterioro en su calidad y acceso sigue siendo una expectativa clave al respecto.
La buena noticia es que aún hay tiempo. Los datos muestran que existe una base valiosa de valores democráticos en las nuevas generaciones. Pero esos valores necesitan experiencias concretas que los nutran. Una democracia que no escucha a sus jóvenes es una democracia que envejece prematuramente. Y un país que no renueva sus liderazgos desde las juventudes está, en el fondo, renunciando a su futuro.