
Mi abuelo emigró a Costa Rica en 1933. Su primera actividad comercial consistió en comprar productos a proveedores en la ciudad e irlos a vender a domicilio, puerta a puerta, en los pueblos alejados de la zona rural.
Las ventas las hacía a crédito, por lo que todas las semanas visitaba a sus clientes compradores para que hicieran un abono al monto adeudado, según un simple control que llevaba en una pequeña libreta.
Mi abuelo y muchos otros judíos llegaron a nuestro país provenientes de Polonia, escapando de la persecución nazi en Europa. Dada su nacionalidad de origen, la actividad comercial descrita fue denominada en Costa Rica como “polaquear”. Asimismo, la venta a crédito se le conoció popularmente como venta “a pagos de polacos”.
Pero lo que más quisiera resaltar del negocio de “polaquear” es que era totalmente informal. Mi abuelo no firmaba ningún contrato de suministro con sus proveedores de productos.
Tampoco ejecutaba un contrato de compra-venta con sus clientes compradores, ni les requería una garantía de pago. Mucho menos se pactaban regulaciones específicas para el caso de que el producto saliera defectuoso.
Vendedor y comprador no se preocupaban por la ley aplicable o los tribunales ante los cuales les tocaría resolver un eventual conflicto de su relación comercial. Tampoco les inquietaba saber si la parte contratante era una persona física o jurídica, si tenían poder legal para actuar o suficiente patrimonio para respaldar sus obligaciones.
Y lo mejor de todo es que nunca se necesitaban ni involucraban abogados en la transacción. Como se dice popularmente, el trato se concebía “dándose la mano y poniendo un pelo de su bigote en la mesa”.
Esos negocios se llevaban a cabo a base de honestidad, confianza, justicia y respeto entre las partes. Se establecían relaciones verdaderas, fuertes y estables cimentadas, principalmente, en la ética y la integridad.
Las personas “simplemente” cumplían su palabra, pues esta era considerada un compromiso serio, sagrado e inquebrantable, mucho más valioso que un papel firmado. Eso era lo que aseguraba el éxito del negocio y, probablemente, es el espíritu detrás de aquella norma legal que establece que “lo acordado es ley entre las partes”.
Ética e integridad
Por eso, regularmente les digo a mis clientes que un contrato completo y detallado, con todas las garantías que nos imaginemos y con fuertes sanciones en caso de incumplimiento de la contraparte, sin duda fortalecerá su posición en un eventual juicio.
Sin embargo, ese contrato nunca garantizará el éxito del negocio ni evitará conflictos entre las partes. Eso dependerá, siempre y únicamente, de la ética e integridad con que cada parte enfrente y respete la relación contractual.
Hoy en día las transacciones no solo son más complejas y sofisticadas que el negocio de “polaquear”, sino que, desafortunadamente, cada vez es más difícil llevarlas a cabo a base de confianza, honestidad y lealtad.
Sin esas características, difícilmente se contratará a un empleado para un determinado trabajo, o el banco dudará mucho de prestar el dinero requerido por el cliente, o el proveedor pensará dos veces si vende su producto a crédito.
Así que, en lugar de enfocarse solamente en contratar al mejor abogado para que le redacte el contrato más completo y riguroso que se pueda imaginar, concéntrese más en negociar con la mejor contraparte posible.
Esta estrategia le pronosticará un negocio justo y rentable y, muy probablemente, le evitará un tortuoso juicio y el a veces ineludible apoyo de esos (in)necesarios abogados.