Desde el siglo XIX, con la excepción de Costa Rica, la democracia ha sido una meta esquiva para las sociedades centroamericanas. El índice de democracia de la Economist Intelligence Unit, actualizado hace unas semanas, solo identificó una democracia plena en Centroamérica en 2024: Costa Rica, que ocupa el puesto mundial 18.
Los otros países de la región son clasificados como “democracias viciadas”, regímenes híbridos y algunas como regímenes autoritarios, con puntuaciones muy bajas: Honduras en el puesto 90, El Salvador en el puesto 95, Guatemala en el puesto 97 y Nicaragua en el puesto 147.
¿Por qué la democracia no ha echado raíces en Centroamérica?
La particularidad costarricense
Después de 1821, las provincias del antiguo reino de Guatemala se enfrentaron al difícil escenario de decidir hacia dónde llevar el barco que zarpaba gracias a su emancipación de la Corona española. La esperanza de los políticos liberales entonces era forjar sociedades libres y prósperas.
Por eso, intentaron construir repúblicas, basadas en las experiencias modernas que habían contemplado hasta ese momento: el breve caso de la Francia republicana y el ejemplo de Estados Unidos. Por supuesto, Centroamérica carecía de la experiencia política y de las instituciones y sólo tenía una visión borrosa de lo que debían ser sus repúblicas.

Entre 1825 y 1840, los políticos centroamericanos formaron una República Federal para mantener a la región integrada como un solo país. El problema fue que, aunque los representantes redactaron una constitución federal que legitimaba políticamente la existencia de los cinco nuevos estados, no consiguieron crear un ejército lo bastante poderoso como para controlar el territorio federal.
Tampoco fueron capaces de construir una economía regional integrada, ni de centralizar la actividad política en una capital federal. Las élites guatemalteca y salvadoreña explotaron las diferencias políticas entre sus dos países, y se precipitaron, junto con Honduras, en una sangrienta guerra civil. La esperanza federal naufragó.
Sólo Costa Rica se mantuvo relativamente en paz durante las primeras décadas posteriores a la independencia, lo que permitió la consolidación de las instituciones republicanas, la separación de poderes y el establecimiento de una Corte Suprema y tribunales locales.
Los enfrentamientos internos entre las élites locales costarricenses no interrumpieron la centralización del poder y la producción de café desde la década de 1840 contribuyó a unificar los intereses económicos del país.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, los políticos e intelectuales costarricenses crearon representaciones de su nación como próspera y unida, pero más importante fue que alentaron una inclusión política que llevó a establecer el sufragio universal para los hombres (las mujeres debieron esperar hasta 1949) y el auspicio a la competencia electoral después de 1902.
Individualmente y como grupo de ciudadanas y ciudadanos tenemos que generar un compromiso absoluto con el resguardo de la institucionalidad democrática, a pesar de la situación de capa caída en que se encuentra.
División y autoritarismos
Durante gran parte del siglo XIX, los otros cuatro países centroamericanos se enfrentaron al problema de cómo lograr la centralización política. Pero los caudillos locales, los enfrentamientos entre élites, las guerras civiles internas, la debilidad económica y las intervenciones imperiales limitaron sus planes.
En Nicaragua, las disputas desembocaron en un enfrentamiento entre las dos principales ciudades del país: León y Granada. Como las élites de esas ciudades no pudieron llegar a acuerdos políticos, las instituciones estatales siguieron siendo débiles.
Así fue hasta la llegada de William Walker y sus filibusteros en 1855. La guerra contra el dominio de Walker sobre Nicaragua ayudó a unificar a las élites nicaragüenses. Pero no fue sino hasta la década de 1870 que las haciendas cafetaleras aparecieron como la solución para conectar al país con la economía internacional.
En Honduras, el Estado era débil en términos de ocupación territorial: la élite se encontraba dividida y la costa caribeña estaba bajo dominio británico.
En la costa norte hondureña se desarrolló una burguesía industrial liderada por inmigrantes cristianos palestino-sirio-libaneses mucho más liberal que la tradicional élite terrateniente del interior y conectada con el gobierno federal en Tegucigalpa y Comayagua. En aquella época el poder político estaba sometido al poder económico de los productores bananeros estadounidenses en el país.
En El Salvador, la economía del café también ayudó a unir a la élite local, pero la mayoría de las comunidades indígenas permanecieron fuera del foco de las instituciones estatales. Sólo después de la masacre de 1932, la élite mestiza empezó a incorporar un discurso muy vigorizado sobre El Salvador como sociedad mestiza.
En Guatemala, la élite liberal perdió la batalla contra Rafael Carrera a principios de la década de 1840, lo que significó la recuperación de las leyes coloniales. Después de la década de 1870, cuando los políticos liberales volvieron al poder, decidieron no incorporar a las comunidades indígenas a ningún proyecto estatal.
En Guatemala y El Salvador, donde la mayoría de la población no estaba convencida de la conveniencia del Estado-Nación, los ejércitos permanentes fueron fundamentales para mantener a la población bajo control.
En Nicaragua, la intervención estadounidense durante las décadas de 1910 y 1920 permitió la creación de la Guardia Nacional, que se transformó en el ejército personal de la dinastía Somoza y le permitió quedarse en el poder hasta la Revolución sandinista de 1979.
Después de la década de 1940, un breve periodo de democratización permitió reformas sociales y económicas en Guatemala. Pero el golpe de Estado de 1954, apoyado por la CIA, puso fin bruscamente a esas reformas.
Así, la esperanza en la forja de una democracia liberal se estrelló ante la realidad centroamericana.
El retorno de la esperanza democrática
En Guatemala y El Salvador las dictaduras se impusieron durante las décadas de 1950 y 1960. Así, las revoluciones sociales comandadas por grupos guerrilleros con el apoyo de comunidades indígenas durante la década de 1980 fueron consecuencia de estados ilegítimos, una débil identificación popular con las identidades nacionales y el legado de décadas de exclusión social, violencia de estado y desigualdad.
En Nicaragua, los sandinistas llevaron adelante una campaña de alfabetización popular y una reforma agraria que daba nuevas esperanzas a los pobres. Pero la Contra declaró la guerra al gobierno sandinista, lo que, unido al embargo estadounidense y al estilo autoritario y negligente de los sandinistas, acabó por socavar cualquier proyecto político democrático.
A finales de la década de 1980 y durante los primeros seis años de la de 1990, las élites locales, las autoridades políticas y las guerrillas de Guatemala, El Salvador y Nicaragua negociaron la paz. Por eso, hacia finales de la década de 1990 había una nueva esperanza por construir democracias duraderas e inclusivas.
Asimismo, para finales del siglo XX persistían varios retos cuya solución podía implicar el triunfo o el fracaso de la transición a la democracia en Centroamérica y entre ellos estaban el papel de las fuerzas internacionales, la producción de reformas para lograr el desarrollo económico, la falta de experiencia democrática, y enfrentar los legados autoritarios.

En 1995, el historiador Víctor Hugo Acuña reflexionó sobre la democracia y el autoritarismo en Centroamérica y precisó que la continuidad de las clases altas centroamericanas era uno de los motivos de una cultura política que se basaba en el despotismo, el militarismo, la alienación y la deferencia y que ese tipo de cultura no había sido alterada por otros grupos que ascendieron socialmente y se integraron a las élites tradicionales de la región.
En ese sentido, parecía muy claro que el autoritarismo debía ser vencido y aniquilado, si era verdad que se aspiraba a transitar hacia la democracia.
Pero era también muy evidente que, sin un verdadero proyecto político de inclusión y movilidad social, la democracia serviría solo como un cascarón electoral para legitimar a aquellos en el poder.
No obstante, la esperanza comenzó a desvanecerse a medida que el crecimiento económico no se traducía en beneficios sociales para los centroamericanos de inicios de este siglo.
En Guatemala, entre 1990 y 2006 la economía creció en promedio 3.6% anual, las exportaciones se diversificaron, y hubo un sostenido proceso de inserción en la economía global, pero eso no se tradujo en mejores oportunidades de desarrollo humano para su población.
En El Salvador, un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo señaló que, a pesar de que la productividad real de los salvadoreños había aumentado en casi un 40% entre 1989 y 2009, los salarios reales no habían subido y más bien estaban estancados.
Asimismo, ese país dependía cada vez más de las remesas que enviaban los salvadoreños de Estados Unidos, que en 2006 fueron equivalentes al 66% de las exportaciones del país. La pobreza había disminuido, pero seguía cerca de representar la mitad de la población.
A mitad de la década de 2020, Centroamérica es clasificada como una región peligrosa, con regímenes autoritarios o donde la democracia no se consolidó y su única “democracia plena” sigue siendo Costa Rica, aunque esta nación experimenta hondos desafíos para su estabilidad política, la división de poderes y el libre ejercicio de la comunicación.
En Honduras, las remesas familiares también eran un componente muy importante de las transacciones cotidianas, mientras que el leve aumento de la producción y la apertura internacional no había dado al traste con la realidad de que siete de cada diez hondureños fueran calificados como pobres en 2006.
En Nicaragua, donde se había apostado también por una apertura internacional intensa durante la década de 1990 y había ocurrido un crecimiento de las exportaciones de la industria manufacturera, el efecto fue insuficiente para ampliar el crecimiento económico: siete de cada diez nicaragüenses eran pobres y el país tenía la tasa de desempleo (12,5%) más alta de la región.

Apocalipsis
En 2008, ya era claro que las transiciones políticas habían producido sistemas mixtos, insuficientemente democratizados, además de que los índices de democracia internacionales habían precisado que cuatro de las democracias electorales centroamericanas eran “parcialmente libres” o calificaban apenas como “semidemocráticas”.
Hacia ese momento, ya estaban activadas las alarmas por los límites de los proyectos democráticos. En Nicaragua comenzaba a concentrarse el poder en manos de Daniel Ortega, lo que daría al traste, otra vez, con cualquier posibilidad de cimentar la democracia en ese país.
Asimismo, en algunos estados se consolidó el multipartidismo como realidad electoral, lo que volvió más problemático el juego político y la obtención de consensos, pues la división ha tendido a servir a los partidos pequeños para dispersar el voto o aumentar el abstencionismo que los favorece para lograr cada vez más puestos en los congresos nacionales.
Las incertidumbres socioeconómicas han sido exitosas para alimentar actores políticos regionales quienes han encontrado en el autoritarismo y el conservadurismo dos exitosas herramientas para ganar votos.
También ha sido fundamental el crecimiento de la sensación de inseguridad, la actividad del narcotráfico, el aumento de los homicidios y la corrupción, variables que han deteriorado la imagen de la división de poderes como algo fundamental para una democracia, cuestionado los sistemas de justicia y alentado la idea de que un salvador venido desde fuera de la política podría redimir a los países centroamericanos.
De esa forma, en menos de 30 años, la región vio fortalecerse el autoritarismo, cuya cultura no había desaparecido y más bien se afirmó sobre sus raíces históricas una vez que el descreimiento de la democracia comenzó a ser una realidad.
Así, a mitad de la década de 2020, Centroamérica es clasificada como una región peligrosa, con regímenes autoritarios o donde la democracia no se consolidó y su única “democracia plena” sigue siendo Costa Rica, aunque esta nación experimenta hondos desafíos para su estabilidad política, la división de poderes y el libre ejercicio de la comunicación.
¿Qué se puede proponer frente a este presente angustiante?
Individualmente y como grupo de ciudadanas y ciudadanos tenemos que generar un compromiso absoluto con el resguardo de la institucionalidad democrática, a pesar de la situación de capa caída en que se encuentra.
La política es una esfera tremendamente importante para el bien del ser humano, por lo que no debe quedar a la deriva ni en manos de inconscientes, porque eso puede llevar a la autarquía y a la pérdida sostenida de la libertad.
Para asegurar que el Ejecutivo en manos de un autócrata no se convierta en un monstruo devorador de libertades, es necesario impulsar una agenda participativa y cargada de un profundo patriotismo, entendido este segundo como un compromiso serio de defensa de parte de la ciudadanía del sistema republicano, del respeto los derechos humanos, el debido proceso y a las libertades de los demás miembros de la comunidad nacional.
Sin ese compromiso militante, la democracia no se podrá salvar.
---
David Díaz Arias es PhD. en Historia y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica. Ha publicado decenas de trabajos sobre la historia de Centroamérica en general y de Costa Rica en particular.