Cuando hará menos de una década aparecieron las primeras vacunas contra el virus del papiloma humano y, por ende, contra el cáncer de cérvix, fundamentalistas religiosos norteamericanos las atacaron con saña. ¿Increíble? No tanto, si seguimos su lógica: una cérvix vulnerable propenderá a la castidad. Protegerla del cáncer es abrirle la puerta al desenfreno. Dicho en buen cristiano, una mujer buena es una mujer con miedo.
Extraña bondad, reflexionamos, la que es fruto forzado de ignorancia, impotencia o temor. ¿Y el libre albedrío? Como que se mudó de barrio. Esta rectitud instantánea es la que nos permitiría, por ejemplo, tener un marido fiel con solo dejarlo encadenado en el patio. ¡Cómo no se nos ocurrió!
Que quede clara una cosa: lo que interesa al poder, en este caso manifestado a través de un discurso religioso, no es el código moral del individuo o sus convicciones éticas, sino su sometimiento a través de la represión. Para ello emplea varias armas de tortura: el temor, la falacia, la ignorancia, la condena. Para evitar cualquier orgasmo no reglamentario (mejor aún: cualquier orgasmo; una mujer que goza de por sí es perniciosa) aplicará buenas dosis de miedo al embarazo, miedo a la enfermedad, miedo a que te señalen por lasciva. ¿Si no, para qué prohibir contraceptivos y condones? Siembra miedo, que algo queda… (Ejemplo: antaño decían en Francia a las criaturas: -¡No te masturbes, que te quedas sordo!- Contestemos con alegría: -Perdón, ¿cómo dice?-)
No todo son malas noticias. En este país tan hermoso como creyente, prácticamente nadie lleva el apunte. Por la misma garganta por la que bajó la hostia baja el anticonceptivo. Que quede clara una cosa: lo que empieza a interesar al individuo es su propio código moral y sus correctas elecciones éticas, no los discursos impuestos desde arriba. ¿Y el poder? Diay, no sé. Decímele que disculpe.