La actividad agrícola ha jugado un rol trascendental en la conformación de lo que es la Costa Rica de hoy.
Desde tiempos precolombinos y coloniales, la agricultura fue fundamental para que la población accediera a su sustento diario con productos como maíz, frijoles y cacao.
En los albores de la vida republicana, el café y el banano se convirtieron en motores del crecimiento y en gran generador de impuestos para impulsar proyectos de desarrollo en materia educativa e infraestructura, entre otros.
En la era de la diversificación productiva, la agricultura ha contribuido de manera protagónica en la promoción de nuevos cultivos como piña y en la ampliación de nuevos mercados de destino. A hoy, uno de cada seis colones de exportaciones proviene de ella.
Esta contribución de la agricultura, sin embargo, ha venido en franca caída desde inicios de los noventa. Mientras para 1991-1995 la agricultura representó el 12,2% del PIB, para el periodo 2020-2024 su peso había caído al 4%, con tendencia a seguir cayendo. Para este 2025, la actividad agrícola aportaría un 3,5% del PIB.
El resultado se ve en muchos planos. Por ejemplo, la dependencia de la importación de granos como arroz, frijoles y maíz ha venido creciendo de forma acelerada al punto que, para el caso del primero de ellos, la producción local ha caído un 57% desde el 2021, con un 85% del arroz consumido en Costa Rica siendo de origen extranjero. Además, lejos de bajar, después de implementar la Ruta del Arroz, el precio aumentó un 8,46% entre el 1.º de agosto de 2022 y el 30 de junio de 2025.
Esta dependencia expone a Costa Rica ante crisis internacionales y eventos climáticos en los países proveedores, lo cual puede afectar no solo el abastecimiento, sino también el acceso y la calidad de los alimentos básicos para los hogares costarricenses.
Detrás de esta vertiginosa caída está un problema de pérdida constante de productividad y elevados costos sobre la cual, a su vez, pesan tanto factores internos como externos. En pocas palabras, la agricultura es una actividad aquejada por muchas condiciones adversas que le impactan de forma simultánea y han sido persistentes a lo largo de varias décadas. Para algunos expertos, la ausencia de políticas públicas de reconversión productiva real y una apertura poco programada han incidido significativamente en este desempeño reciente.
Los efectos del cambio climático van en aumento, haciendo crecer los riesgos de los distintos tipos de cultivos. Además, los costos de transporte y las importaciones de plaguicidas encarecen el producto final, amenazan la viabilidad de la agricultura nacional y ponen en jaque la seguridad alimentaria del país.
Pero también hay causas sectoriales internas que deben ser atendidas. Mucho se comenta de la ausencia de una apropiada visión empresarial en gran parte de los agricultores, a la vez que la intermediación incrementa los precios a los consumidores y reduce las ganancias a los productores.
Ahora bien, de las muchas consecuencias que la reducción del PIB agrícola trae consigo, la pérdida de empleo preocupa en sobremanera. Entre el primer semestre del 2015 y el primero del 2025, la agricultura perdió unos 59.000 trabajos, una caída del 22%, tal y como lo mostró una exposición reciente del Colegio de Profesionales en Ciencias Económicas. Es decir, uno de cada cinco empleos que el sector tenía hace 10 años, hoy no existen. Peor aún, las categorías más impactadas han sido justamente las de menor cualificación técnica y, por ende, las de salarios más reducidos.
El grupo de agricultores y trabajadores calificados y el de ocupaciones elementales, cuyo salario promedio es de ¢350.000 por mes, perdieron conjuntamente 53.500 empleos, un 90% de la pérdida total del sector. Si esos empleos se hubieran mantenido, los salarios pagados por las empresas agrícolas habrían sido ¢217.000 millones adicionales, una inyección de ingresos críticos para zonas como la Brunca y la Huetar Norte, cuyas tasas de pobreza son de las más elevadas del país y concentran un tercio de las personas que trabajan en la agricultura.
Las expectativas negativas que pesan sobre el sector, tanto en materia productiva como laboral, e inclusive en comercio internacional, plantean una gran interrogante sobre lo que vendrá en los próximos años. Si todo se mantiene igual, es claro que la agricultura seguirá creciendo por debajo de toda la economía y su participación se achicará aún más. Por ello, es crítico dar un golpe de timón y reformular el tipo de apoyo institucional y el alcance de las políticas agrícolas que el país viene implementando, cuando lo hace.
Discusiones esenciales sobre funcionamiento del mercado, reconversión tecnológica, acceso a crédito e infraestructura rural se mantienen en esa agenda que se ha venido planteando por años. Pero también han surgido nuevos temas y desafíos. Instrumentos y acciones para mitigar el cambio climático y fortalecer la resiliencia de los cultivos, como nuevos seguros de cosechas, deben ser considerados. Además, el sector podría pasar a la automatización y robotización de procesos productivos, con todo lo bueno y malo que ello puede significar para su productividad y empleo.
