La cobertura mediática del juicio al expresidente brasileño Jair Bolsonaro tiende a centrarse en las sorprendentes semejanzas que exhibe su caso con la trayectoria de su par estadounidense Donald Trump. Ambos son outsiders de extrema derecha que gobernaron durante la pandemia y promovieron con orgullo el negacionismo médico y climático. Ambos declararon públicamente que no aceptarían una derrota electoral, y tras perder en las urnas, incitaron a sus partidarios a asaltar las legislaturas nacionales para anular los resultados.
Pero hoy, uno de ellos pasó por el banquillo del acusado, y el tribunal supremo de su país lo condenó. El otro gobierna los Estados Unidos. Como concluyó The Economist en una frase que hace unos años habría sido impensable: «Al menos temporalmente, el papel de adulto democrático del hemisferio occidental se ha trasladado al sur». Comprender cómo sucedió es crucial para dar respuesta a los principales desafíos que hoy enfrentan las democracias.
La carrera política de Bolsonaro comenzó con las primeras elecciones que celebró Brasil con su constitución de 1988, que restauró la democracia tras más de dos décadas de dictadura militar. Su plataforma estaba enraizada en el autoritarismo.
LEA MÁS: 27 años de cárcel para Jair Bolsonaro por intentar dar un golpe de Estado en Brasil
Al inicio de su carrera, Bolsonaro afirmó que la dictadura militar de Brasil fracasó porque no mató a suficientes izquierdistas. También sostuvo que Fernando Henrique Cardoso, presidente de Brasil entre 1995 y 2002 (y primero en obtener la reelección), merecía que lo ejecutaran, y prometió que si obtenía la presidencia cerraría el Congreso. Como miembro de la Cámara de Diputados durante el juicio político a la presidenta Dilma Rousseff en 2016, dedicó su voto al coronel que en la dictadura dirigió las sesiones de tortura a las que fue sometida. Estos y otros incontables ejemplos demuestran que Bolsonaro surgió como producto de la democracia, pese a llevar décadas atacándola.

La trayectoria de Trump es diferente. En los ochenta cobró notoriedad política con declaraciones incendiarias, como pedir pena de muerte para cinco adolescentes negros y latinos acusados injustamente de violación en Nueva York. Y mientras pulía su imagen de plutócrata de reality show, construyó su identidad política y se candidateó a la presidencia con una campaña basada en explotar una serie de malestares económicos y culturales.
Trump nunca estuvo comprometido con la democracia liberal; pero el blanco principal de su desprecio han sido muchas veces los tribunales. En la cosmovisión de Trump, la riqueza y el poder permiten elevarse por encima de la ley; creencia que trasladó a los negocios y a la política, donde en su segunda presidencia está tratando de debilitar la Constitución, poner fin a la independencia de la Reserva Federal estadounidense, manipular el sistema electoral y redefinir el acceso a la ciudadanía.
Trump y Bolsonaro perdieron el primer intento de reelección. Pero ahí acaban las semejanzas.
El sistema electoral brasileño es más sólido y centralizado que el estadounidense. Las elecciones se celebran en todo el país el mismo día, bajo supervisión del poder judicial federal, y el acceso al voto es universal y equitativo (desde los indígenas de las aldeas amazónicas hasta los agricultores de las pampas). Los resultados se anuncian en cuestión de horas. Bolsonaro fue el primer candidato en décadas que cuestionó la integridad de las elecciones brasileñas, poniendo en duda un sistema que ha mantenido al país unido en la confianza mutua.
Esto contrasta con el fragmentado sistema electoral estadounidense, que Trump explotó para erosionar la fe de sus partidarios en la democracia y sentar las bases para la insurrección del 6 de enero de 2021 (además de presionar a funcionarios estatales para que falsearan los resultados).
Bolsonaro fue más allá. Está comprobado que discutió con colaboradores cercanos un proyecto de decreto para impedir la asunción del presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva, un plan que sólo frustró la división de los militares. Otro plan suponía asesinar a Lula, al vicepresidente Geraldo Alckmin y al juez supremo Alexandre de Moraes; pero el complot se abortó a último momento (también por falta de apoyo militar).
Tras las elecciones, los partidarios de Bolsonaro acamparon frente a los cuarteles del ejército para exigir una intervención militar, mientras funcionarios del gobierno alentaban la escalada. Una semana después de la asunción de Lula, invadieron con violencia las sedes de los tres poderes del Estado.
En Estados Unidos, tras la incitación de Trump a la turba que asaltó el Capitolio el 6 de enero de 2021 hubo un cambio en la dirección de los vientos políticos. Se le presentaron cargos penales, pero los más graves quedaron en nada cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos sentenció que los presidentes gozan de inmunidad legal casi total. Y su victoria electoral en 2024 puso fin a cualquier intento de hacerlo rendir cuentas.
En cambio, Bolsonaro enfrentó mucha más resistencia del sistema judicial. Uno de sus principales blancos durante su presidencia fue el Tribunal Supremo brasileño. La presentación de cargos contra Bolsonaro por parte del fiscal general (una posición que en Brasil tiene más independencia respecto del ejecutivo que en Estados Unidos) fue un punto de inflexión en la historia brasileña, en la que los intentos de golpe militar siempre habían quedado impunes.
Bolsonaro estuvo bajo juicio por el intento de abolir el Estado democrático de derecho, un delito tipificado en la legislación brasileña, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos. Cabe destacar que la ley brasileña criminaliza explícitamente los intentos de golpe de Estado, porque se da por sentado que un intento exitoso atentaría contra la rendición legal de cuentas. Los jueces analizaron la defensa de Bolsonaro, que dice que sólo consideró la idea, sin ponerla en acción.
Trump y Bolsonaro son emblemas de la actual era de autoritarismo competitivo. Los dos son hábiles en el uso de la desinformación, apelan a una retórica anticientífica y antiderechos y desprecian las instituciones democráticas.
Pero Bolsonaro lleva la huella inconfundible del autoritarismo del siglo XX. Su ideal político es la dictadura militar que terminó en los ochenta. Ningún país está totalmente a salvo de la erosión democrática, pero la constitución brasileña posdictadura creó contra ella sólidos mecanismos de protección. A Bolsonaro se lo juzgó porque no pudo contenerse y esperar un desmantelamiento lento de la democracia. Intentó un golpe clásico, y encontró un país listo para rechazarlo.
Soy un brasileño con familiares que sufrieron arresto o exilio bajo el régimen militar, y me reconfortó ver a Bolsonaro sometido a juicio, sobre todo porque ningún líder militar recibió jamás condena por crímenes cometidos durante la dictadura. Pero hoy la principal amenaza contra nuestras libertades no es el golpe militar sino el autoritarismo competitivo. En Brasil, en Estados Unidos y en todo el mundo, hay que detener la decadencia gradual de las instituciones democráticas que les allana el camino al poder.
Traducción: Esteban Flamini
El autor fue secretario de Justicia de Brasil entre 2010 y 2011 y es vicepresidente de programas en Open Society Foundations.