Quien reciba la banda presidencial el 8 de mayo de 2026 no tendrá un cheque en blanco, sino una factura vencida. La narrativa oficial y las cifras superficiales sugieren que el próximo gobierno heredará una casa ordenada, cimentada sobre superávits primarios y un déficit financiero bajo control. Sin embargo, una lectura profunda de la realidad económica como la que realizamos en El Financiero en esta edición revela que esa estabilidad es, en el mejor de los casos, frágil; y en el peor, una ilusión contable sostenida a costa de la erosión del tejido social y productivo del país. La próxima administración marcará el fin de la inercia: se acabaron los márgenes para posponer decisiones estructurales y “patear la bola” hacia el futuro.
El ajuste fiscal iniciado en 2018 cumplió su misión de emergencia: evitó el naufragio ante la crisis de deuda inminente. Fue un torniquete efectivo. No obstante, siete años después, es evidente que la estrategia de contención ha tocado techo. La estabilidad financiera actual se ha logrado mediante la asfixia presupuestaria de sectores vitales, no a través de una bonanza real. Las cifras del Ministerio de Hacienda y el Banco Central, que proyectan cuentas ordenadas para el próximo bienio, asumen peligrosamente que el país puede seguir operando con una inversión social bajo mínimos históricos.
El síntoma más alarmante de este agotamiento es el estancamiento de los ingresos tributarios. Tras el rebote pospandemia, el crecimiento de la recaudación se ha desplomado. Las causas son múltiples y estructurales y entre ellos se encuentran una economía interna debilitada, un tipo de cambio que ha afectado a distintos sectores productivos y la erosión natural de tributos específicos como el de los combustibles ante la electrificación vehicular.
Este escenario plantea una encrucijada matemática y política inevitable para el gobierno entrante. Con ingresos estancados, la capacidad de maniobra para atender las crisis simultáneas en educación, seguridad e infraestructura es prácticamente nula. No es un secreto para nadie que el deterioro de los servicios públicos ha llegado a un punto de inflexión. Un presupuesto educativo que apenas roza el 5% del PIB —lejos del mandato constitucional y de los niveles de hace una década— y una crisis de inseguridad ciudadana sin precedentes no se resuelven con inercia administrativa. Requieren recursos frescos que hoy no existen.
A esta ecuación interna se suma una variable externa de alto riesgo: el retorno de políticas aislacionistas en Estados Unidos bajo la figura de Donald Trump. La dependencia excesiva del motor externo, específicamente de las Zonas Francas, se revela ahora como una vulnerabilidad estratégica. Si bien este sector ha sido el gran dinamizador del crecimiento, la amenaza de un arancel del 15% sobre productos costarricenses y la presión para relocalizar inversiones en Norteamérica obligan a Costa Rica a repensar su modelo. No podemos seguir apostando todo a un solo motor que ahora enfrenta nubarrones, mientras el otro motor —la economía local, que genera el 85% de la producción y la gran mayoría del empleo— avanza a un ritmo mediocre menor al 3%.
La administración 2026-2030 tendrá la ingrata pero necesaria tarea de enfrentar lo que se ha evitado: la insuficiencia estructural de las finanzas públicas para sostener el Estado Social de Derecho. La deuda del Estado con la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), que ya alcanza los ¢4 billones, es el recordatorio más pesado de estas obligaciones postergadas.
Las opciones son limitadas y todas impopulares. El país deberá explorar vías para mejorar la recaudación sin estrangular la producción. Esto puede implicar una fiscalización mucho más rigurosa, cuenta de las transacciones digitales y transferencias comerciales, y, quizás, la reapertura de discusiones tributarias que se creían cerradas. Pero ninguna medida fiscal será sostenible si no se logra reactivar la economía doméstica. Urge una política de fomento productivo para el agro y la industria local que deje de ser una promesa retórica y se convierta en acción ejecutiva.
Existe, además, una espada de Damocles sobre la cabeza del próximo gobierno: si la deuda pública supera nuevamente el umbral del 60% del PIB —escenario probable a partir de 2026—, se activarían de nuevo las restricciones más severas de la regla fiscal.
La estabilidad macroeconómica es una condición necesaria, pero no suficiente para el desarrollo. El próximo presidente no podrá limitarse a ser un administrador de la escasez ni un espectador de las variables monetarias. Deberá ser un reformador capaz de construir un sistema de ingresos robusto y una economía diversificada. Seguir administrando la inercia ya no es una opción; es la receta para convertir las grietas actuales en una fractura institucional irreparable.