La naturaleza de la relación que rige entre los diputados y el Estado es especial. No se trata de una relación laboral –en donde hay un patrono, un empleado y una subordinación entre ambos–, ni se trata propiamente de un funcionario público, en donde la persona presta servicios a la Administración o actúa a nombre y por cuenta de ésta, como parte de su organización, con independencia del carácter imperativo, representativo, remunerado, permanente o público de la actividad respectiva.
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En efecto, en una república democrática como la nuestra, las autoridades principales son electas mediante el sufragio libre y universal y, en el caso de los diputados, estos actúan como delegados del pueblo o soberano para ejercer la importante potestad de legislar. Esa relación especial entre el pueblo y sus delegados directos hace que tenga características muy peculiares: un periodo fijo de nombramiento, un origen electivo y una naturaleza representativa.
Por esa razón se ha afirmado que la remuneración que reciben los diputados por sus funciones no es propiamente un salario, sino que se trata del pago de dietas por su asistencia a las sesiones de los órganos colegiados de la Asamblea Legislativa (comisiones y Plenario). Incluso, bajo el régimen vigente, los diputados no tienen exclusividad y podrían dedicar el tiempo restante a otras actividades profesionales u empresariales, práctica muy frecuente en el pasado cuando la carga de trabajo era más liviana.
La propia Constitución Política establece que será la ley la que fijará la “asignación” y las “ayudas técnicas y administrativas” que se otorgarán a los diputados (artículo 113) y ese es el fundamento para los términos en que fue aprobada, hace ya casi dos décadas, la Ley de Remuneración de los Diputados de la Asamblea Legislativa (No. 7352), la cual contempla el pago de la remuneración (dietas), los gastos de representación y la cuota mensual de combustible.
Es más, lo lógico es que los congresistas reciban también un único emolumento, sin necesidad de cupones de gasolina u otros privilegios, que reconozca adecuadamente y con base en criterios objetivos el esfuerzo y dedicación que el cargo implica y que sea consistente con el nivel de las remuneraciones recibidas por los miembros de los otros Supremos Poderes.
Pero lo cierto, sin embargo, es que el concepto original de esa compensación económica ha venido evolucionando con el tiempo, al punto que la Sala Constitucional y la Procuraduría General de la República han reconocido que esta es equiparable a la de un sueldo, no pudiendo entonces excluirse sus consecuencias esenciales, como son las atinentes a las cargas sociales, pensiones, subsidios e incapacidades. Lo mismo sucede con el pago del aguinaldo, el cual también se les reconoce. Por otro lado, en la actualidad, no parece justificable la no exclusividad de las funciones legislativas, con excepción de las actividades políticas, dada la complejidad e intensidad de las labores propias del cargo.
Los recientes y desafortunados incidentes en relación con la ausencia prolongada de la diputada independiente Ivonne Acuña y el uso irregular de las cuotas de gasolina por parte de ella y otros congresistas, debe aprovecharse para reformar y precisar el marco legal que regula esas remuneraciones, un código de conducta, así como los procedimientos a seguir para la pérdida de la credencial en caso de violaciones al “deber de probidad”. Sin obviar esa inevitable relación especial, respetando el principio de autorregulación y dentro de los límites de proporcionalidad y razonabilidad que ordena nuestra Constitución Política, se hace evidente la necesidad de contar con una legislación que garantice más claridad, más transparencia, y en especial, la posibilidad de rendir cuentas de manera efectiva.
Es más, lo lógico es que los congresistas reciban también un único emolumento, sin necesidad de cupones de gasolina u otros privilegios, que reconozca adecuadamente y con base en criterios objetivos el esfuerzo y dedicación que el cargo implica y que sea consistente con el nivel de las remuneraciones recibidas por los miembros de los otros Supremos Poderes. No hay razón que justifique las grandes disparidades de trato existentes entre diputados y ministros, cuando todos llevan sobre sus espaldas similares dosis de responsabilidad en el manejo de la cosa pública.