El peor efecto del aumento en los niveles de inseguridad que hemos vivido en los últimos años ha sido la pérdida de vidas humanas.
El año 2023 marcó un récord de homicidios en Costa Rica, con más de 900. Para este 2025, el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) proyecta un número similar. Atrás van quedando los años cuando se registraban menos de 700 homicidios cada 12 meses.
De poco está valiendo ante la ciudadanía si las denuncias de otro tipo de delitos menos violentos, como hurtos o tacha de vehículos, registran una disminución en relación con los años previos a la pandemia. Investigaciones de los últimos meses del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica y del Instituto de Estudios Sociales en Población de la Universidad Nacional indican que para los costarricenses la inseguridad es el mayor de los problemas. Cerca del 70% de los ciudadanos califican los niveles de seguridad actual como malos o muy malos, el 66,6% piensa que hay un deterioro en la seguridad en el 2025 en relación con el 2024 y casi el 60% tiene nula o poca confianza sobre la capacidad del gobierno de Rodrigo Chaves para resolver el problema.
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Esa percepción parece tener fundamento en la experiencia cotidiana reciente. Para poner solo algunos ejemplos enfocados en el comercio, en 2023 se registraron récords históricos de robos en restaurantes en Tibás y en salones de belleza en Montes de Oca, mientras que en el 2024 hubo 34 asaltos a empresarios en la provincia de Puntarenas y 117 a clientes en locales comerciales en San José.
Por eso no es extraño que cámaras empresariales y comerciantes consultados por El Financiero confirmen que han debido tomar acciones en los últimos tiempos para reforzar su propia seguridad, la de sus productos y hasta la de sus propios empleados.
Esas acciones tienen un costo, y ese costo o lo asumen los mismos comerciantes –lo cual baja su capacidad de competir y crecer– o lo paga el consumidor –lo cual aumenta los precios en un país ya de por sí famoso por su alto costo de vida–.
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Escuchar a comerciantes detallistas reclamar ante El Financiero porque se han convertido en “la caja chica” de los delincuentes de Costa Rica es vergonzoso e inaceptable. Pagamos impuestos en parte para que el Estado nos brinde condiciones básicas para nuestra vida en sociedad y en los primeros lugares de esas condiciones está la seguridad.
La inseguridad genera un impuesto oculto que todos estamos pagando. Una reja más, una tapia más alta, un alambre de navaja, cerca eléctrica, transporte de productos con custodios, un sistema de cámaras de vigilancia, guardas privados armados las 24 horas… en Costa Rica nos estamos acostumbrando a condiciones que no debieran convertirse en la normalidad.
Ya nos lo advirtió la OCDE claramente hace pocas semanas: en el corto y mediano plazo la inseguridad nos puede pasar una factura más alta aún en la inversión extranjera directa y en el turismo, fuentes de ingresos de gran importancia para miles de personas en Costa Rica.
Desgraciadamente, la situación podría empeorar. En primer lugar, los continuos ataques del Ejecutivo a otros poderes e instituciones de control de nada han servido para resolver los problemas de inseguridad (ni ningún otro problema) y no parece haber una intención de cambio, sino un deseo por profundizar la polarización en este tema como parte de su estrategia para obtener votos en las próximas elecciones. En segundo lugar está precisamente la campaña política que ya inició (al menos informalmente) y en la cual no sería extraño recibir propuestas populistas, atractivas al oído en un momento de crispación pero sin ninguna posibilidad real de ejecución o de atacar las causas del problema.
Para revertir la situación requerimos de un Poder Judicial ágil y firme, que entregue justicia pronta y cumplida; de una Asamblea Legislativa que provea un marco legal moderno y eficaz, adaptado a las situaciones actuales pero que ataque los problemas de fondo y garantice nuestras libertades; y de un Poder Ejecutivo que finalmente entienda sus responsabilidades y lidere una política integral con acciones concretas y objetivos medibles en los territorios más vulnerables. Hoy carecemos de todo esto.
La inseguridad ya nos roba la paz. Está en camino a robarnos el desarrollo.