Transcurridos tres años y siete meses de la actual administración, Costa Rica vive un fenómeno inédito. Las encuestas del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica devuelven una fotografía sobre un fenómeno que, aunque extraño, resulta comprensible bajo la lógica del populismo moderno: un gobierno que sostiene una elevada popularidad —seis de cada diez costarricenses lo avalan— mientras, paradójicamente, una mayoría desconfía de su capacidad para resolver los problemas del país.
Esta disonancia cognitiva no es fortuita; es producto de una estrategia política eficiente en lo electoral, pero estéril en lo administrativo. El presidente Rodrigo Chaves ha consolidado un estilo de gestión donde la rendición de cuentas ha sido suplantada por el ataque. Lo que al inicio podía interpretarse como el ímpetu de un outsider decidido a sacudir la burocracia, hoy se revela como un desafío estructural a la seguridad jurídica.
Las instituciones no son tótems sagrados. Un edificio gubernamental no merece veneración automática si no facilita la vida en sociedad. No obstante, es imperativo comprender que estas entidades —desde la Asamblea Legislativa y la Contraloría General de la República, hasta el Poder Judicial y el Tribunal Supremo de Elecciones— son la arquitectura tangible del pacto social que impide que el poder se ejerza de forma arbitraria. Son los diques que contienen la marea del capricho autoritario; la delgada línea que separa a una democracia funcional de una autocracia.
Para el sector productivo y quienes toman decisiones de negocios, esta dinámica es una señal de alerta. La seguridad jurídica de Costa Rica, ese activo vital que atrae capital y permite invertir con confianza, no depende de la voluntad de un mandatario, sino de la solidez de las reglas del juego y la independencia de los árbitros. Ponerlas en juego es poner en juego al sector privado.
¿De qué ha servido la guerra abierta contra la Contraloría General de la República? ¿Acaso ha mejorado la infraestructura vial que colapsa cada mañana y cada tarde? La respuesta es un rotundo no. ¿De qué han valido los ataques viscerales al Poder Judicial y a la Fiscalía? ¿Nos ha convertido en un país más seguro? Al contrario, mientras se consumen horas para desacreditar a jueces y fiscales, el crimen organizado avanza y la inseguridad rompe récords históricos. ¿Y de qué sirve asediar la institucionalidad educativa? Nuestra juventud continúa recibiendo una educación desactualizada y carente de infraestructura, hipotecando así el futuro de la fuerza laboral costarricense.
El conflicto político, transformado en espectáculo, ha sido eficaz para las encuestas, pero incapaz de generar bienestar real. La estabilidad política y la paz social son ventajas competitivas que se han construido durante décadas, pero no están escritas en piedra. Defender la institucionalidad hoy no es una postura ideológica, es una necesidad pragmática para garantizar la prosperidad de mañana, incluyendo la prosperidad económica privada.
Afortunadamente, la democracia costarricense posee sus propios mecanismos de depuración y renovación. Nos encontramos a las puertas de un nuevo proceso electoral, un ciclo que no debe interpretarse como un simple trámite para cambiar de inquilino en Zapote, sino como la oportunidad para ejecutar un reset.
Es el momento de bajar el volumen a la estridencia y elevar el nivel de la discusión. Tenemos la oportunidad de recordar que todos habitamos el mismo país. No necesitamos, ni nos conviene, un autoritario que intente saltarse los procedimientos cuando le resultan incómodos o que use su poder para perseguir a sus críticos. La historia es clara: esos atajos siempre conducen al precipicio.
Costa Rica necesita ser liderada por una persona que entienda que su función no es solo política, sino profundamente moral; alguien capaz de convocar, de unir fragmentos, de proponer y ejecutar reformas en el marco democrático y de respetar la ley incluso cuando esta le es adversa; en suma, de entender que el verdadero poder radica en la capacidad de construir acuerdos, no en la habilidad para insultar y destruir reputaciones.
Esa estatura moral y esa capacidad de diálogo son las que han estado ausentes en Costa Rica en los últimos años. Las instituciones han resistido, sí, pero como advierte el más reciente informe del Estado de la Nación, la erosión es acumulativa. No esperemos al derrumbe del edificio para valorar los cimientos de nuestra convivencia.