
La desacralización del hombre. La desacralización del mundo. La desacralización de lo sacro. De ángeles caídos a simios. De centro del universo a grano de arena en el desierto sideral. De única criatura “inteligente” a ser irracional, dominado por oscuros poderes subconscientes. Del régimen de la trascendencia al régimen de la inmanencia. Todo “lo de arriba” explicado en términos de “lo de abajo”; como diría Marx, las “superestructuras” (religión, ideología, cánones estéticos) determinadas por las “infraestructuras” (materia, economía, relaciones de producción). Todo nos lo han quitado. Despojamiento ontológico. Y además, un mundo que no parece necesitarnos, y sobre el que sentimos no tener absolutamente ningún poder de transformación. Privados de voz. El fenómeno que Luc Ferry llamaba “La dé-possession démocratique”. Una sociedad que juega con nosotros, que nos vive, nos piensa, nos es. Ni siquiera civilmente, en tanto que individuos (ya no hablemos de ángeles caídos, centro del universo o única criatura racional sobre la faz del planeta) tenemos ya poder alguno sobre el decurso de las cosas. Todo pareciese obedecer a una dinámica histórica, a un dispositivo de movimiento perpetuo que no nos necesita para seguir adelante con su ciego, inmodificable itinerario. Somos arrastrados por una cosa que se llama “historia”, “sociedad”, “política”, “progreso”, “instituciones”. Vamos a lomos de una bestia montaraz, sin bridas, sin montura ni estribos.
Sentimos por Copérnico, Darwin, Marx, Feuerbach, Nietzsche, Freud, por los grandes “desvirgadores” de la humanidad un sentimiento que oscila entre la admiración, la gratitud… y el resentimiento. Estos “corruptores de menores” nos obligaron a redefinir al ser humano, y a retrotraerlo al régimen de inmanencia. No somos más que materia: aun las más enrarecidas, sutilizadas formas de la conciencia pueden ser explicadas en términos materialistas.
La de-sublimación. Ahora somos reyes Midas al revés: retransformamos el oro en fango. Y lo primero que hemos desacralizado es la naturaleza. La que alguna vez fuera la detentora de toda la magia del mundo. Diosa desintegrada, consumida. Inmunda “eucaristía”. “Y es a través de la razón que nos haremos maestros y posesores de la Naturaleza” -sentenció el Gran Cogitador: Descartes, el que ni pensó ni existió-. ¿Alguien le preguntó alguna vez a la Naturaleza si quería ser “amaestrada” y “poseída”? ¡Tal vez tan solo quería que la cantaran y adoraran! Hierofantes, poetas, y no violadores, eso es quizás lo que necesitaba. Dios perdona siempre, los hombres a veces, la naturaleza nunca. Hemos convertido nuestro planeta en una letrina. El único animal que vive entre su propia bazofia. En El Principio de Responsabilidad, Hans Jonas nos recuerda lo que siempre debió haber sido evidente: nosotros somos responsables de la naturaleza, ella no lo es de nosotros. Resulta perentorio cultivar una conciencia ecoética, de carácter predictivo, que contrarreste el asolamiento medioambiental ocasionado por el furor tecnocientífico. Y Michel Serres, haciéndose eco del Contrat Social de Rousseau, propone la noción de un Contrat naturel. La naturaleza como sujeto de derecho. La necesidad de “firmar la paz con la Tierra”. Pasar de “la naturaleza del derecho”, al “derecho de la naturaleza”. Bien pensado. Tardíamente, pero bien pensado.
Do rocks have rights? -se pregunta el ecologista Roderick Nash en 1977-. Justa pero acaso extemporánea inquietud: ¡ya ni siquiera los humanos tenemos derechos! Vivimos en estado de intemperie metafísica. ¿El homo sapiens, el homo habilis, el homo faber, el homo economicus, el homo aestheticus? ¡Antes que todos esos estaba el homo religiosus! No podemos vivir sin lo sacro. Somos adoradores naturales. Necesitamos prosternarnos ante algo que, por principio, percibimos trascendental, trans-histórico, universal y superior a nosotros. No es miedo, no es superstición, no es ignorancia. Habiendo sido erradicados los tres, seguiríamos experimentando la necesidad de adorar. Acaso no tenga importancia cuál sea el objeto de nuestro culto. La intuición, la presciencia, la sospecha de lo sagrado es nuestro rasgo definitorio como especie. ¿La facultad de razonar? Menos significativo. Como dice Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: “quizás el cangrejo resuelve ecuaciones de segundo grado por dentro”. Lo que, con seguridad, ningún animal ha jamás hecho, es experimentar el sobrecogimiento místico. Desacralizar el universo, desacralizar la realidad, desacralizar la naturaleza, desacralizarse a sí mismo… la superchería cientificista le ha hecho más daño al género humano que todas las pestes juntas de que la historia guarda memoria.
El dolor, el quebrantamiento físico, la fragilización de nuestro ser físico y psíquico -es cosa que adviene inexorablemente con la senectud- nos fuerza a menudo a revisar esta postura arrogantemente inmanentista, a buscar confortación en lo que alguna vez fue juzgado sacro, y a implorar amparo de la “intemperie metafísica” (Sábato) en que los pensadores “del desencanto” -pero también la responsabilidad y la libertad- nos dejaron.
La enfermedad nos aísla. Es el combate solitario por excelencia. El prójimo huye del dolor y de la muerte. No lo juzgo por ello. El enfermo se convierte para él en un memento mori. Más allá de lo que estipula la más elemental cortesía, evitará tocar el tema del quebranto físico, padézcalo quien lo padezca. En una reunión social, hablar de la muerte basta para “plomber l´ambiance”. Lo que no saben es que el mundo no se divide en “sanos” y “enfermos”: que todos estamos muriendo, que nuestra dolencia se llama “vida. Pero los que se tienen a sí mismos por “sanos” actuarán casi siempre como el Príncipe Próspero, de “La máscara de la Muerte Roja”, de Poe. Atrincherado en su “abadía fortificada”, rodeado de lujo, música, manjares, parapetado contra el mundo, creyéndose seguro en su locus amoenus, en su universo intra-uterino, mientras su pueblo muere a las puertas de palacio. Los que están intra-muros no quieren enterarse del horror que se libra en el exterior. No saben que la muerte los habita, los ocupa, tal un caballo de Troya. En última instancia, será siempre endógena.
Tengo para mí que la mayoría de los enfermos muere de soledad, de abandono. Entre los esquimales, los indios de América y algunas culturas japonesas tradicionales, se acostumbró durante siglos que los ancianos se retiraran del grupo social para morir solos cuando su cuerpo se convirtiera en lastre para el resto de la sociedad: el equivalente del suicidio. En varias tribus africanas trashumantes, eran librados a las fieras: dejados atrás, a fin de no constituir peso para la comunidad, en constante necesidad de desplazamiento. Los leones o leopardos daban rápida cuenta de ellos. A nosotros, occidentales, (que somos tan, pero tan buenos -solo tiramos una bombilla atómica de vez en cuando y matamos a cuatrocientas mil personas, u organizamos guerras mundiales que aniquilan a ocho millones-) tales prácticas se nos antojan atroces, inhumanas. Acaso no lo fuesen tanto. Y francamente, la forma en que tratamos a nuestros ancianos equivale a una muerte social. No los devoran las fieras: los dejamos morir de silencio, incomprensión y aislamiento en un inmundo, podrido asilo.
¿Los escandalizan, las prácticas de los “salvajes” esquimales, africanos y japoneses? Tal vez su impresión cambie al enterarse de que un reconocido bioético estadounidense, el Dr. Daniel Callahan, en uno de sus libros, recomienda “ponerle límites” a los servicios médicos dispensados a los ancianos, grandes consumidores de cuidados médicos. Más concretamente, propone la edad de la persona como criterio para abstenerse de brindarles tratamientos especializados y onerosos, tales como los marcapasos coronarios. Más allá de cierta edad -los ochenta años, sugiere él- los programas de cobertura social no se ocuparían más de tales terapias. Una especie de eutanasia social. La propuesta del Dr. Callahan fue acogida por muchos miembros de la comunidad médica de los Estados Unidos. Así que no están lejos de los antiguos esquimales, nuestros amigos de “the most powerful nation in the world”.
Como un ser macrocéfalo, cuya cabeza hubiese crecido desproporcionadamente con respecto a su cuerpo subdesarrollado. Es lo que sucede cuando en una sociedad el desarrollo económico, científico y tecnológico, no va a acompañado de un correlativo crecimiento ético. La noción de progreso científico propugnada por el siglo de las luces, por la Aufklärung y por la ciencia positiva (Comte) no consideró la necesidad de que, junto al avance de la tecnología y el maquinismo, debía de darse un proceso de desarrollo moral, ético, espiritual, que permitiera que todo este acervo fuese puesto al servicio del ser humano. Que no se convirtiese en arma de sojuzgamiento, sino en instrumento de liberación. “La ciencia sin conciencia acarrea la ruina del alma” -nos advierte Rabelais-. Y es así, como vamos embalados, en una especie de carrera al abismo, a lomos de una ciencia y una tecnología que tardaron más de la cuenta en incorporar la reflexión ética a su gestión.
Mi fe en la bioética, como matriz y rectora del quehacer científico, como multidisciplina, como nueva alianza de la filosofía y la ciencia -que jamás hubieran debido divorciarse- es infinita. Para mí, la bioética es lo mejor que se le ha ocurrido al ser humano en siglos. Veremos si logra poner freno a la locura cientificista, el principio de Gabor: “Todo lo que sea técnicamente factible debe ser realizado, independientemente de que tal empresa sea juzgada loable o condenable desde el punto de vista moral”. La técnica mirando por encima de los hombros a la sabiduría. A lo que únicamente podría yo responder con la palabra que Spinoza hizo inscribir en su sello personal: “Caute”.
Pienso en la execrable, reprensible propuesta del Dr. Callahan y en el apoyo de que fue objeto en los Estados Unidos, y no puedo menos que replantearme, de cuajo, la diferencia que nosotros, occidentales, hemos establecido entre barbarie y civilización (ubicándonos siempre, por supuesto, en la segunda categoría). Luego pienso -¡lamentable vicio, pensar!- en nuestra Caja Costarricense de Seguro Social, institución benemérita de la patria, pilar de la arquitectura social de nuestro país. En lo bendecidos que hemos sido en tener el acceso a la medicina socializada. En la gestión del presidente Calderón Guardia, Manuel Mora y Monseñor Sanabria (especialmente estos dos, que, contra lo que suele creerse, fueron los más importantes propulsores de la idea). Luego pienso -¡reincido en mi vicio!- en la manera en que nuestro sistema de Seguro Social ha sido ultrajado, saqueado, pirateado, vejado por los peores pillastres del mundo -al día de hoy impunes, o punidos apenas con una nalgadita admonitoria-… y me dan ganas de llorar. Ninguna institución del Estado ha sido objeto de tales rebatiñas, de piñatas políticas de tal magnitud. Es la Caja Costarricense de Seguro Social la que nos ha preservado de la barbarie -porque no de otra cosa se trata- de la medicina privada.
Por lo que a nuestros ancianos atañe, solo ruego que no salga por ahí el loco -nunca faltan- que proponga una “solución” análoga a la del infame galeno mencionado: después de los ochenta años, amigos, vayan ustedes buscando el lugar más cómodo del Serengueti -ojalá a la sombra, que la temperatura alcanza en esos lares los 30 grados- para dejarse comer vivos por los depredadores. Acaso lo que nos haga falta sea un Dr. Callahan, que nos lleve a valorar lo que tenemos, lo privilegiados que hemos sido, lo que hemos ensuciado… lo que estamos en proceso de perder.
En el momento histórico incierto en que vivimos (“¿con qué nombre nombrarte, hora turbia en la que somos?”-hubiera dicho Victor Hugo-) se impone, más que nunca, una redefinición del humanismo. A buen seguro, no será la que propone Protágoras (“el hombre es la medida de todas las cosas”). Tendremos que dejar atrás el aberrante narcisismo antropológico que nos viene desde el Renacimiento, y que, como vengo de decir, hunde sus raíces en la Grecia clásica. Será un humanismo-con-la-Tierra, no el humanismo cientificista, maquinista, racionalista y devastador que nos ha llevado al asolamiento de nuestro planeta. Un humanismo realista, llamado al orden y a la humildad.
El movimiento ecologista, en sus más radicales manifestaciones, ha asumido un sesgo anti-humanista que me preocupa hondamente. Existen ecologistas moderados, racionales y humanistas. Su posición podría alegorizarse de la siguiente manera. Una persona descubre que la tina del baño rebosa, y el agua se desborda. ¿Qué hace? Corre a cerrar el grifo y seca la pequeña inundación de que su apartamento ha sido objeto. Ese es el ecologista moderado. La otra opción consiste en declarar que el sistema mismo de tuberías es una abyección y que el gesto de cerrar el grifo no es más que un “parche” que no remediará el problema desde su raíz. Entonces declara ilegal y malévolo el sistema de tuberías y se dedica a dinamitarlas sistemáticamente. Ese es el ecologista fanático, irracional y anti-humanista. Para el ecologista moderado, el planeta y su biodiversidad deben ser salvados porque en ello le va al ser humano su pervivencia en el mundo. Para el ecologista fanático -el hardliner-, la naturaleza debe ser salvada porque es un valor absoluto, un valor supremo, y porque está muy por encima del ser humano: de hecho, convendría que esta cogitante, viral y devastadora especie se extinguiese, a fin de no hacerle más daño a la eco-esfera. Con ello caemos, evidentemente, en una posición anti-humanista. Peor aun: tales posturas ideológicas expresan misantropía, odio y un auténtico asco ante la humanidad. Son peligrosas, como todos los radicalismos de que el mundo guarda memoria.
En nuestra Costa Rica ya se advierten signos de esta tendencia anti -humanista. Mientras que, por un lado, las redes sociales se llenan de miles de mensajes apoyando la pena de muerte y la castración -no meramente química: la amputación de la genitalia entera del violador- para castigar a los criminales sexuales, los defensores de los derechos animales quisieran lincharnos por volver a ver a un perro con mirada menos que simpática. De nuevo, los animales asumen un status ontológico superior al ser humano: pena de muerte y castración para el hombre, tratamiento de realeza para el animal. Por cierto, soy militante en el movimiento de defensa de los derechos animales, pero no llego al punto de ponerlos por encima de esa criatura singular -también animal- que es el ser humano.
Me preocupan, estas manifestaciones de odio demencial contra el ser humano. Uno más de los muchos rostros del “homo demens” (Morin). Comprendo que quien se deteste a sí mismo deteste también a la especie humana, pero ese es un asunto que el “detestador” debería abordar como una patología, como una dolencia personal, y buscar ayuda médica, en lugar de tratar de erigir su fobia en principio universal, en un nuevo “paradigma del odio”.
Sí, tenemos que volver al ser humano. No será el arquetipo de Protágoras, el frío cavilador de Descartes, ni el delirante Übermensch de Nietzsche, sino un ser humano que incorpore en su definición misma la suma de todo el dolor que el mundo ha experimentado. Que incorpore todo ese horror, sí, y lo medite, lo rumie, lo someta a la más puntillosa hermenéutica. Ese ser humano deberá cultivar cuatro tipos de armonía: armonía consigo mismo; armonía con los otros -irreductibles, soberanos, libres y autónomos-; armonía con la biosfera y el universo; y armonía con Dios y cualquiera que sea su concepción de la Divinidad. Propender a este modelo de ser humano es la prioridad histórica del mundo entero, al día de hoy, 31 de noviembre de 2017.